Reina una confusión babélica en las explicaciones que se dan a la opinión pública sobre la naturaleza de los resultados electorales. Contribuyo con un grano más a la discusión, con la esperanza de que el debate no termine, sino que se profundice con el diálogo que ha prometido la virtual presidenta electa a quienes disentimos políticamente de la 4T.
Una extendida explicación afirma que “el pueblo” habló. Aunque parezca enredado desenredar esa idea, podría decirse también que AMLO habló por medio de una parte del “pueblo”, que reafirmó su “proyecto” en la boleta electoral como crédulo espectador. La razón de esta voz habría sido el dinero que, aunque poco, llegó a los bolsillos de mucha gente por vía de las ayudas sociales y del incremento del salario y habría hecho una diferencia relevante para los beneficiados. ¡Bien por eso! Que los menos favorecidos no solamente vivan mejor, sino que vivan bien —cosa más bien obscura en la agenda de la 4T— ha sido un objetivo del susodicho “progresismo” desde tiempos inmemoriales que se remontan por igual a Smith, Marx, Engels que a J.S. Mill o Keynes.
Pero ateniéndonos a las cifras que se dan hasta hoy de la elección a diputados la coalición oficialista obtuvo 54 por ciento de los votos. El 45 por ciento restante lo obtuvo la oposición. En estricto sentido y poniendo justicia y la ley por delante, la representación debería tener las mismas proporciones en dicha Cámara. Sobre esto está en curso la disputa y el resultado es incierto. El triunfo ha sido claro, sin duda, pero solamente considerando el resultado de la votación y no el conjunto de la campaña y de la operación política que condujo a él. Ahora volvamos al kafkiano proceso.
Desde su llegada, el gobierno de AMLO estuvo marcado por la intención abierta de desmantelar las instituciones que hacen de contrapesos al Ejecutivo: la rendición de cuentas, seguridad interna con mando civil, la autonomía del Congreso y el Judicial, el rechazo abierto de los derechos humanos, entre muchas más. Un segundo instrumento usado para socavar la libertad democrática fueron sus conferencias mañaneras en que constantemente miente sobre la realidad del país e insistía en descalificar la pertenencia de los disidentes y críticos de su proyecto a la sociedad política. Un tercer mecanismo autoritario ha sido presentar sus intenciones como realizaciones de su gobierno y los fracasos y fallos como difamación de sus opositores, inclusive ante los actos de corrupción flagrante (Segalmex, Casa Gris y una larga lista documentada).
La violación de la Constitución y de las leyes fue una de las marcas características de su actuación y la de su gobierno y esta se acentuó en el proceso de competencia electoral anticipándolo por más de dos años. En pocas palabras, el triunfo en las urnas es inseparable de la intervención de Estado en el proceso político que transgredió todas las leyes que obligan a los funcionarios públicos a no intervenir en los procesos electorales. Nunca fue detenida la avalancha de estas violaciones lo que refleja, nuevamente, la debilidad de las instituciones creadas por los actores de la transición democrática gracias a que la idea central para fortalecerlas en el momento preciso (a partir del año 2000) fue desechada por el entonces grupo gobernante, hoy desplazado o cooptado por la fuerza autoritaria. La reforma del Estado, propuesta una y otra vez, desde la sociedad, las organizaciones civiles, la academia y prominentes voces públicas fue rechazada, evadida o convertida en demagogia. Como consecuencia, nunca enraizó plenamente la legitimidad de la democracia y de ese caldo se nutrieron sus sepultureros.
Sin la campaña de Estado en el proceso electoral encabezada por el Presidente quizá su partido habría triunfado, pero sin asfixiar al pluralismo y cargando de autoritarismo al sistema político. Por ahora se ha manifestado la preferencia mayoritaria por un gobierno autoritario “si resuelve los problemas”. Probablemente en septiembre se coronará con la ingeniería constitucional de una autocracia.