La escuálida democracia mexicana ha sido usada como un trampolín por AMLO y la 4T. Será incompleta y frágil, pero es la democracia que edificamos entre la inmensa mayoría de los mexicanos de esta y de pasadas generaciones que lucharon consistentemente contra el autoritarismo implantado por la Revolución Mexicana. Que no logramos equiparar el derecho a elegir y remover gobernantes con la edificación de un buen sistema de gobierno es cierto, y es la asignatura pendiente a la que, por cierto, AMLO ha contribuido poco o, para decirlo mejor, ha combatido a contracorriente. Ya en su gestión como jefe de gobierno del entonces Distrito Federal actuó contra los institutos electoral y de la información de la ciudad, entorpeciendo su trabajo de supervisión para evitar el clientelismo electoral y el ocultamiento de información de obras públicas que practicó su gobierno (¿se acuerdan del señor de las ligas?). Posteriormente, como candidato perdedor en 2006 desquició la capital y rompió las reglas del juego electoral que había acordado respetar mismas que doce años después le permitieron llegar a la presidencia. Es dudoso, pues, que él o su partido tengan un sentido de obligación con el respeto a las luchas y conquistas democráticas que simbolizan personajes como Heberto Castillo, Luis Álvarez o Cuauhtémoc Cárdenas. En cambio, se ostenta como su némesis.

Pocas veces en la historia se presentan oportunidades como la que ofrecen las grandes crisis. Los momentos catastróficos pueden ser oportunidades para forjar el cambio de fondo. Así lo entendió Roosevelt cuando disciplinó al empresariado con un pacto nacional que además de productivo era distributivo. En 1934 el sufrimiento por la gran depresión era intolerable y el único agente capaz de ser el motor de salida era la conducción incluyente del Estado en un proyecto de largo aliento. Sin embargo, lo más común es que los gobernantes vean en las catástrofes serias amenazas a sus proyectos y planes personales. Por eso se aferran a propósitos previamente concebidos y engañan a los gobernados haciéndoles creer que la situación está bajo control y la normalidad en la puerta.

La realidad impone la obligación de despertar de sueños extraviados y encarar los hechos. El Covid-19 producirá estragos sanitarios y económicos de grandes proporciones. Las cadenas productivas se están dislocando y la escasez de productos indispensables va a presentarse más temprano que tarde. Si México tenía una deuda social con más de 40 millones de pobres, los trabajadores que terminarán en la calle sin empleo ni ingreso estable aumentarán sin que sepamos cuando se detendrá la sangría. El FMI proyecta tres millones de desempleados este año.

El acuerdo nacional para enfrentar la crisis que han reclamado distintos grupos de académicos e intelectuales, de ciudadanos independientes, de organizaciones de la sociedad civil, empresariales y sociales es imperativo. En todos estos llamados hay un denominador común: la exigencia al gobierno y al Congreso de dar el máximo apoyo a las instituciones y trabajadores de la salud, a reconducir el presupuesto de la Federación para hacer frente a la emergencia económica y formar un consenso nacional para evitar la quiebra de miles de empresas y el desempleo de millones. Pero desde la solitaria alocución del 5 de abril en Palacio Nacional el presidente ha reiterado machaconamente su conocida utopía regresiva ante un país que lo mira estupefacto mientras sufre los embates de la peor pandemia de la historia. Como en 2006, AMLO prefiere el faccionalismo a la construcción democrática.



Académico de la UNAM.
@ pacovaldesu

Google News

TEMAS RELACIONADOS