Para la democracia a secas y para la democracia social la década empieza con el pie izquierdo. Los saldos del 2019 dejan una secuela que no será de lidia fácil. En América Latina la democracia naufragó en Venezuela y Nicaragua. Cuba no se movió de su lentísimo subdesarrollo político. En Bolivia, el proyecto bolivariano perdió su última oportunidad. En cada uno de estos casos la resistencia a aceptar la democracia y a imaginar el cambio social profundizándola en vez de prescindir de ella, se ha impuesto en diversas formas: como camino ascendente a la autocracia o como dictadura declarada, incluyendo los puntos intermedios.
Chile dio la nota mayor con la rebelión masiva contra el fundamentalismo de mercado aplicado como dogma por más de 40 años. Ha sido el mayor ejemplo entre varios países que en todas latitudes (México, Ecuador, Honduras, Argentina) han evidenciado la inviabilidad de una sociedad de mercado sin la presencia de dosis elevadas, organizadas y permanentes de solidaridad. Cada caso ha desembocado en experiencias diferentes, pero mantienen un denominador común: estamos inmersos en la globalización, que ha propiciado una red cada vez más intrincada entre economías, sociedades y estados; no es una realidad reversible, pero requiere de una nueva rienda: acuerdos nacionales y globales para establecer nuevos pactos sociales distributivos.
La depredación de las democracias tiene su origen en la combinación de desigualdad y fundamentalismo de mercado, y en las reacciones autocráticas que despierta sin excepción. Reconocer la evidencia que sustenta esta conclusión tendrá que ser la cocina de esos pactos para una nueva era. Pactos para reconstruir la sociedad, pactos para propiciar el bienestar y pactos para ofrecer horizontes de posibilidad a las nuevas generaciones, que abrigan el mayor sentimiento de desesperanza desde el periodo de entreguerras de hace una centuria. Si ha de evitarse que la desesperanza siga derivando en desesperación, como ya ocurre en muchos sitios, es inevitable preguntarse cómo se puede conseguir una convivencia social en un nuevo nivel: un “New Deal” 2.0.
Casi nadie ha reparado en el sentido de aquella famosa frase de Churchill “la democracia es el peor de los sistemas de gobierno, a excepción de todos los demás”. Esa sentencia la acuñó en 1947, apenas iniciada la reconstrucción de Europa después de ese holocausto de holocaustos que fue la Segunda Guerra Mundial, cuando arreció el fin del colonialismo, se formaron nuevos estados nación y se fundó un nuevo orden internacional. Fue un nuevo escalón civilizatorio. En la enorme mayoría de las naciones en las que se instaló la democracia, se dieron pasos considerables para el desarrollo y el mejoramiento social. No se resolvieron todos los problemas ni todas las miserias, como en ninguna circunstancia es pensable que se puedan solventar. Pero la clave fue esta: mientras que las democracias ofrecieron casi siempre el ámbito para encontrar nuevas soluciones a problemas viejos y nuevos, los regímenes autoritarios y totalitarios o se derrumbaron (la Unión Soviética) o derivaron hacia el capitalismo autoritario (China).
La idea que Churchill sintetizó en esa frase es que la democracia como forma de gobierno provee el piso mínimo para entendernos por las buenas y construir (también más por las buenas que por las malas) un espacio vital común que se puede expandir en una cultura de la deliberación y la cooperación colectiva. Si en los años treinta del siglo XX se dio la disyuntiva entre capitalismo y socialismo, hoy se da entre democracia y populismo (si descartamos dictaduras), ambos equipados para el cambio sociopolítico, pero con una diferencia fundamental: mientras que la democracia debe sacudirse la modorra de un capitalismo de cuates que lleva la desigualdad al extremo; el populismo, sea de derecha o de izquierda, está lastrado por su incapacidad para entender que las fuerzas que nos empujan al futuro son imbatibles. Para ambos está pendiente la asignatura de entender que el único camino que no conduce a la autodestrucción por conflagración bélica o ecológica es realinear la libertad con el cambio, a través de una agenda que combine lo mejor de la globalización (la revolución científico-técnica) y la cooperación y el intercambio creciente entre todas las poblaciones con la atención eficaz de las ansiedades más agudas de la subjetividad colectiva.
Académico de la UNAM.
@pacovaldesu