Durante décadas en México se luchó por hacer realidad la democracia constitucional y representativa. Un sueño que ocupó en diferentes momentos a los fundadores del Estado Mexicano, a los liberales de la Reforma, a los maderistas en la Revolución y a los más diversos movimientos políticos y sociales que, en el siglo XX, arrancaron al poder la libertad política para abandonar la condición de súbditos del autoritarismo.
No sin sobresaltos, no sin imperfecciones se construyó un sistema electoral que ha sido ejemplar en el mundo y que ha permitido la alternancia en el poder a lo largo de más de dos décadas. La principal tarea pendiente no está en el régimen electoral y de partidos, sino en el sistema de ejercicio del poder, esto es, en el Estado. El primero ya está resuelto en lo fundamental: hay partidos políticos definidos y diferentes, hay elecciones justas y limpias, hay autoridades administrativas que vigilan el cumplimiento de la ley y hay un tribunal especializado para dirimir los conflictos legales y constitucionales que surgen del funcionamiento del régimen. En cambio, el segundo gran aspecto de toda transición del autoritarismo a la democracia no está ni de lejos resuelto: el ejercicio del poder desde el gobierno sigue siendo arbitrario, el cumplimiento de la ley es desafiado por autoridades electas, el gobierno no es capaz de ofrecer seguridad ni de garantizar los derechos humanos ni el derecho en general. No hemos hecho la reforma del Estado.
La prueba de esta afirmación está a la vista de todos. En 2018 llegaron al poder del gobierno por vía democrática AMLO llevando de la mano a su partido Morena. De inmediato hicieron saber y sentir que lo suyo no es la democracia, sino la dictadura de la mayoría con la intención traducida en hechos de pisotear los derechos de igualdad política. La característica de la dictadura de la mayoría, en este caso, es que solamente en el discurso puede mostrar que es mayoría, pues no es mayoría en la demografía del voto, como ha quedado demostrado en las elecciones de 2018, 2021 y en el mal llamado revocatorio.
Al acosar a las instituciones democráticas, el sumo sacerdote presidencial y sus acólitos quieren hacer valer la tiranía de la mayoría y hacerla pasar por democracia. A ello dedican su verborrea interminable. El exceso discursivo es directamente proporcional a su permanente déficit de legitimidad. Cuando se sabe que no les asiste la razón y que la sinrazón no puede ser justificada, no tienen otra herramienta que la negación, el insulto, la violencia simbólica e institucional.
El martes pasado, no bien tomaron posesión la nuevas autoridades del INE, el secretario de gobernación indujo una reunión cerrada con el Consejo General, de la que aún no sabemos nada. Mal augurio para los nuevos gestores de la integridad electoral. La nueva presidenta del organismo asegura que el Consejo mantendrá su imparcialidad y cambia la actitud de la presidencia del INE respecto al tono del Consejero Presidente saliente. Este entendió que el INE coexiste con un gobierno de origen democrático pero con proyecto de autocracia. Ya veremos cómo le va a la nueva presidenta que parece asumir el supuesto contrario.
Pero lo esencial es esto y vale la pena reiterarlo. A la democracia constitucional representativa sus enemigos le anteponen otra “democracia” que requiere llevar antepuesto el prefijo de “pseudo”. Esta pseudodemocracia es la presunta voluntad de la mayoría impuesta por un puñado de intérpretes que supuestamente la realizan. En la campaña de epítetos lanzada desde la presidencia en contra del INE y los consejeros salientes, el gobierno y su partido expresan abiertamente la voluntad de imponer esta pseudodemocracia como doctrina de Estado que, según ellos deberá, seguir la institución electoral.
Este es el dilema que debemos enfrentar al final del sexenio. Autocracia versus democracia constitucional y representativa. El proyecto de destrucción continúa en marcha. AMLO quiere coronar su sexenio consiguiendo esa kafkiana metamorfosis.