La democracia se pervierte cuando el Estado se vuelve intocable. Desde los primeros meses de la primera alternancia, la de Fox en el año 2000, se escenificaron diversas partes de esa obra (llamémosla “Lo Intocable”), que ha llevado a la deforme democracia que hoy tenemos.
El 5 de febrero del año 2001, el presidente Fox pronunció un discurso tristemente célebre por la incongruencia entre los actos y las palabras (https://bit.ly/3O2WP70). En él comprometía una “revisión integral de la Constitución” para que a los nuevos tiempos democráticos correspondiese una “arquitectura constitucional” democrática. Una Constitución que se desprendiera de las cargas autoritarias que recibió desde que el recién nacido PNR la hiciera un traje a la medida de la autocracia. El discurso, pronunciado en el patio Mariano del Palacio Nacional, concretaba la promesa presidencial de iniciar una revisión constitucional, convocando a la sociedad civil y a la clase política a realizarla en el seno del Congreso General. Fue la culminación y el fin de una intención que se había configurado en el interregno entre la elección del 2 de julio de 2000 y la toma del poder en diciembre, con los trabajos de la Comisión de Estudios para la Reforma del Estado. Hacia el final de sus trabajos, la Comisión concretó un proyecto de revisión que, mediante un artículo transitorio, activaría un proceso de diez meses de duración para que una comisión especial de sus miembros convocara a la amplia consulta nacional para someter al pleno del Congreso General una Constitución revisada que recogiera aquella gran consulta. Era la forma más legítima, sencilla y democrática de llevar a cabo el armado de un Estado democrático capaz de hacer cumplir a cabalidad los derechos de las personas y dotar al Estado de las herramientas y capacidades para la producción de bienes públicos que tanto urgían a la nación y de las que cada día carece más.
Fox no cumplió su palabra. El mandato quedó trunco y se inauguró, así, una de las dinámicas más contradictorias y castrantes de la transición. El acceso pluralista al poder había sido garantizado por las reformas de 1994, pero la reforma del poder fue pospuesta, al conservarse una estructura del Estado que provenía de la mentalidad y los hábitos autoritarios de la vieja clase postrevolucionaria. Era el momento más plástico de la transición. Era la ocasión para llamar a un gran acuerdo nacional para adoptar un arreglo socioeconómico diferente, que permitiera a las mayorías relegadas del desarrollo incorporarse como ciudadanos —ya no como “masa” de maniobra- al ámbito de las decisiones políticas. Las élites tuvieron miedo y, en vez de avanzar sobre los restos del despotismo del partido de Estado, se atrincheraron en ellos para dividirse los despojos. A propósito de estos hechos, Diego Valadés señaló hace apenas unos días: “el poder tenía otros proyectos y, de entonces para acá, la inercia se volvió densa y gravosa” (https://bit.ly/3Qd3A8u).
La reforma del verdadero poder, el que tiene sus fundamentos en los títulos que forman la parte orgánica de la Constitución, fue tan lenta que nunca hizo posible el funcionamiento inclusivo de la decisión pública al que la sociedad aspiraba. Ni siquiera la reforma constitucional de 2011 —que significó un gran salto hacia los derechos humanos—, impactó en suficiencia el poder del Estado para hacerlos cumplir. Desde la alternancia de 2000, la marca de fondo de la transición ha sido esa: cambiamos las reglas de acceso al poder en favor de la pluralidad, pero esta se detuvo a las puertas de lo intocable: la estructura profunda del Estado y los intereses particulares que protege. Diga lo que diga el gobierno en turno —beneficiario de la deformidad— seguimos igual. Sin reforma del Estado no hay transición exitosa, porque sin ella no hay un cambio sustancial del poder.
@pacovaldesu
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