López Obrador inauguró una forma de encajonar a la crítica que su administración recibía de periodistas, intelectuales, académicos, científicos, personajes públicos o ciudadanos ordinarios en un costal en el que caben todos los insultos. Si los repito no alcanzaría el espacio. Lo importante de esa política del jefe del Estado reside en que creó un valor rector según el cual cualquier persona o grupo que se oponga a sus políticas forma parte de sus adversarios, del “bloque conservador”. El propósito es expurgarlos de la esfera pública en la que sólo cabe su delirio. No obstante, la crítica ha sobrevivido a pesar de la agresión desde el poder y las purgas realizadas en algunos medios. Naturalmente, en los sectores de la crítica habita todo el espectro ideológico y por consiguiente aquellos que pertenecen a grupos de la izquierda que no han adherido a Morena ni a la cuarta transformación.

A pesar de las palabras de la presidenta Sheinbaum, la apertura al diálogo no llega. Ni siquiera para con estos sectores de la izquierda que en diversos momentos coincidieron en los procesos que condujeron a lo que hoy es Morena. Cabe por ello la pregunta del título. Muchas son las discrepancias, pero una es fundamental y no negociable: la democracia y las instituciones en que debe fundarse. La izquierda democrática reconoce en ese sistema de gobierno la mejor forma para realizar los intereses de los grupos subalternos a través de su creciente autonomía política como ciudadanos que pueden hacer más que simplemente sobrevivir. No cualquier organización de la democracia hace que esto sea posible. La izquierda socialdemócrata ha mostrado en muchos casos que el cambio ocurre si las instituciones tradicionales se abren progresivamente al servicio de esos ciudadanos, no si se destruyen. La clave es convencer a la mayoría de los electores que el régimen político puede reformar el Estado, donde está el ejercicio del poder, para que produzca los bienes públicos que garanticen a esa mayoría condiciones de vida con pleno sentido propio y controlando el poder. Morena va en sentido contrario. El carisma que destruye instituciones forma un polo de atracción amorfo que con el paso del tiempo se disuelve, y el poder que aparentemente se trasladó al “pueblo” acaba en manos de una oligarquía, vieja y nueva, cuyos intereses dominan ya en la nueva situación. La razón de que esto pase es que el factor determinante de la orientación del Estado, que es la calidad de la ciudadanía, no despunta en la gobernanza morenista. Por el contrario, vuelve a ser convertida en audiencia matraquera de una puesta en escena en la que no es actor central. Con Morena, el poder no pasa al pueblo sino a sus nuevos caciques, en la medida en que no son las instituciones reformadas las que se abren al control de la sociedad, sino a los funcionarios del partido en el poder. El proyecto “popular” ofrecido como nueva democracia acaba siendo impuesto como un modo de vida totalizante con control ejercido desde arriba. Sin instituciones electorales, sin competencia entre partidos, sin equilibrio de poderes, sin pluralismo cultural y político la deliberación de todos los involucrados se convierte en monólogo y termina en pensamiento único. Desde la izquierda democrática no se defiende el “viejo régimen”. Es desde Morena, donde están sus antiguos y nuevos beneficiarios, que se produce su restauración.

La democracia reclama un salto hacia delante, inclusivo de las y los ciudadanos en la deliberación y la decisión pública con libertad y autonomía. Estos valores, esta idea de reforma democrática, no está en el proyecto ni en la gobernanza morenista. La destrucción de las instituciones electorales y las que equilibran el poder es la prueba. Morena hace exactamente lo contrario de lo que prometió construir. Esta discrepancia es irreductible. A pesar de habernos acostumbrado, no deja de sorprender que la “izquierda” en el poder (y no solamente en México) se cierre al intenso debate global sobre la democracia.

Investigador del IIS-UNAM.

@pacovaldesu

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