La historia de los derechos políticos es la historia de luchas por conquistarlos en contra y a pesar de los regímenes que los han querido atrapar y reprimir. El universal “derecho a tener derechos” que consagró Hanna Arendt cuando fue privada de su nacionalidad, es el “topo” de esta historia: remueve cimientos, derrumba barreras neciamente y no reconoce fronteras. Las democracias avanzadas muestran que ese derecho y su sentido transformador puede admitirse como legítimo y no como un elemento que debe suprimirse. El proyecto político de la 4T corre en sentido inverso.

Ciertamente, pocas democracias han alcanzado el nivel deseable de integración horizontal entre ciudadanía, régimen político y Estado. No obstante, no hay nada que indique que destruir las instituciones democráticas sea necesario para lograr esa horizontalidad, como proclama la 4T. La historia ha sido al contrario y las pruebas abundan: el parlamento nació en la edad media y progresivamente se abrió a la representación de todos los adultos, reflejando que la “asamblea” es tan antigua como la humanidad misma, la inclusión de crecientes grupos de la población en las decisiones políticas se refleja hoy en políticas públicas, la escala progresiva de impuestos ha sustituido a la simple exacción de recursos por el monarca, la justicia se imparte con independencia de los poderes que la agravian. Hay naciones que han construido estas instituciones con destreza, otras que no han podido y algunas que lo han hecho con medianía y mediocridad. México está entre estas últimas. En todas hay avances y regresiones. La diferencia fundamental entre las tres estriba en la calidad de las instituciones del Estado que protegen el derecho de cada uno a participar políticamente.

En América Latina y en México en particular, la endeblez del Estado es su debilidad para abarcar a todo el territorio y a la población en el disfrute de los derechos que alegremente proclaman las Constituciones. La mayor parte de nuestras democracias se han topado con el vicio de grabar en la letra los derechos y borrarlos en los hechos. Inversamente, esa debilidad se origina en la gran heterogeneidad del poder en nuestras sociedades, incluida esa porción más activa y visible que llamamos “sociedad civil”. No obstante, la presión social por la inclusión de los derechos en el derecho sigue siendo la potencia moral que nos hace avanzar en la crisis general que observamos.

El ataque a las instituciones democráticas que protegen el proceso democratizador de la sociedad mexicana, como el INE, al que hoy se ataca sin misericordia y a punta de falsedades, es una repetición de la compulsión de las élites a concentrar el poder y excluir a la sociedad de su ejercicio. En ella se condensa lo más depurado del odio obradorista: derruir todo lo que no se haga a su imagen y semejanza; suprimir radicalmente la pluralidad (incluida toda disidencia que venga de abajo, de arriba o de en medio). Este ataque es contra la memoria democrática de México y no en favor de su progreso.

El error más grave y profundo de AMLO y su movimiento es haber concebido a sus “bases” como tribu detrás de un jefe, no como ciudadanos investidos de autoridad y autonomía (los pobres como “animalitos” —AMLO dixit—). Su apuesta es aplazar la producción de bienes públicos que a esos ciudadanos podrían satisfacer en el presente inmediato con lo que les priva de la confianza de tener su futuro en sus propias manos. En lugar de afincar en el presente las bases de una vida mejor, éstas se han sacrificado en aras de garantizar la permanencia en el poder de una facción política, autonombrada representación monopólica del pueblo. Deja “para después” el disfrute que le fue exigido para hoy. Ha renunciado a su herencia progresista (hacer hoy el progreso de mañana), a cambio de una vaga promesa traicionada y postergada. De ahí su intrínseca patraña: sustituir la política con un sucedáneo de religión.

Investigador del Instituto de Investigaciones Sociales de la UNAM.
@pacovaldesu

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