La trayectoria de Andrés Manuel López Obrador como gobernante ha estado marcada por su empeño en romper las reglas de la democracia. Ha recurrido todo tipo de artimañas, desde la falsificación de su residencia en la capital hasta el ataque a las instituciones medulares del control del poder y de la rendición de cuentas. Cuando fue Jefe de Gobierno del Distrito Federal (2000-2005) atacó desde el Palacio del Ayuntamiento al Instituto Electoral y al de Información Pública; les recortó presupuestos y los expuso al escarnio público porque le frenaron intentos de violentar las reglas electorales y de tapar información de su obras públicas. Desde que llegó al Palacio Nacional imprime tenazmente su característica huella: el juego sucio.
Dentro y fuera de sus dos gobiernos ha denostado como autoritarias a las instituciones que limitan sus ambiciones autocráticas explotando obscenamente la buena fe de muchos de sus seguidores y simpatizantes. Explotando esta productiva estafa ha desarrollado su campaña electoral permanente alegando que la transición democrática ha sido un engaño de las élites para imponer el “neoliberalismo”. Nada hay más falso que semejante afirmación. El antecedente inmediato de la transformación democrática del régimen político es la campaña electoral de 1988 y las elecciones de ese año cuando se le “cayó el sistema” de votación al entonces Secretario de Gobernación, Manuel Bartlett, que figura entre los principales funcionarios de su gobierno.
No hay fundamento para esa tergiversación. La transición democrática está indisolublemente ligada a la lucha ciudadana por la libertad de decidir los destinos de nuestra organización económica y social. Gracias a intensas luchas sociales se acumuló la fuerza política para reformar el sistema electoral y conseguir que 9 años después, en 1997, se instaurara en México una Cámara de Diputados en la que por primera vez en más de 70 años el presidencialismo y su partido hegemónico no impusieron su mayoría; ningún partido podía imponer su voluntad por sí solo y el poder del presidente quedaba acotado de facto. Comenzó una era de pluralismo político con instituciones electorales (y otras autónomas) independientes del gobierno con atribuciones suficientes para limitar el poder y garantizar derechos fundamentales. Sin esas instituciones el triunfo de AMLO sería inexplicable.
No todo fue miel sobre hojuelas. El autoritarismo dejó huellas profundas en el sistema político y en las mentalidades nostálgicas. Sobrevivieron enclaves autoritarios que se han resistido al cambio democrático en las estructuras del municipio, del federalismo, del sistema de justicia y nada más y nada menos, en la presidencia de la República. Con un presidente con vocación autocrática como AMLO se han aprovechado todos los recursos antidemocráticos del enclave presidencial usándolos para eliminar las barreras que se le oponen en el precario sistema constitucional. Desde ahí, AMLO y su grupo doblegado al Congreso imponiéndole la agenda legislativa, han sometido a la Fiscalía General y a la Suprema Corte, atacan al INE, al TEPJF y al INAI, golpean al Federalismo y violan los derechos humanos de miles de personas. Y todo esto lo han hecho en el nombre de esa mentira que acusa a la transición democrática ser un artificio maquiavélico para someternos y que él, el presidente, nos librará del maleficio.
Jugar el juego democrático para patear el tablero una vez que se tiene el control del poder solamente puede recibir un nombre: juego sucio. El 6 de junio tiene usted en la boleta electoral la última oportunidad de ratificar el golpe autocrático que se ha puesto en marcha o recuperar la República democrática para iniciar la etapa que nos falta: desmantelar los restos del viejo autoritarismo que perviven en el régimen y que se reciclan en AMLO y su proyecto político.
Investigador del Instituto de Investigaciones Sociales de la UNAM.
@pacovaldesu