Al presidente le estorba la Constitución para gobernar. No cree estar ahí para cumplirla y hacerla cumplir, sino para mandar por sobre de ella. La mayor parte de sus más importantes decisiones y reformas han suscitado conflictos y denuncias que controvierten su apego a los valores y disposiciones fundamentales. Escuchamos diariamente el discurso en que afirma defenderla y con frecuencia preocupante los actos de su gobierno o su partido se distinguen por atropellar, violentar o suprimir derechos y disposiciones administrativas y legales.

El grotesco caso de la “ley Bonilla” es el más reciente, aunque un recuento de lo que va del sexenio hace evidente que esta práctica es constante y que podemos temer fundadamente que el ataque será permanente y que la resistencia y la defensa de la Constitución también serán constantes. La reforma a las remuneraciones de servidores públicos, el programa de estancias infantiles, la intentona de reforma al Poder Judicial, la operación de la Guardia Nacional; Santa Lucía, la suspensión del NAICM; leyes sobre el uso de la fuerza y del sistema de seguridad pública, de extinción de dominio; la designación de una militante de su partido en la presidencia de la CNDH, la reforma educativa, la ley de presupuesto y responsabilidad hacendaria, los nuevos decretos de austeridad y el de extensión de facultades a las fuerzas armadas en seguridad pública. Relación brevísima e incompleta pero elocuente. Habría que añadirle los miles de amparos que se han solicitado a la justicia federal por estos y otros actos. Si los recursos prosperan, será el Poder Judicial de la Federación (si aguanta la presión) el que tendrá la última palabra y ya ha declarado inválidas o descartado acciones y disposiciones jurídicas por atentar o ir en contra de la Constitución.

Nadie puede sostener que nuestra Constitución sea perfecta. Todo lo contrario; muchos hemos sostenido la necesidad de cambiar gran parte de la arquitectura del régimen político, como las estructuras que hacen del Poder Ejecutivo una monarquía absolutista en potencia, y que hoy permiten al presidente acumular el poder en su persona como no se había visto desde el Porfiriato. Como en los tiempos del PRI, la cuasi abolición de facto del pluralismo político permite al presidente cambiar nuestras formas de vida sin la concurrencia de la nación entera, como lo hicieron todos los del PRI hasta que les fue impedido por los ciudadanos en las urnas. El poder que el Presidente y su partido tienen para conducirse de la forma en que lo hacen es la misma fórmula del revivido pasado autoritario: expropiar la voluntad del pueblo para entregarla al Presidente y su corte.

A esto se debe que las formas y medidas para llevar a cabo la transformación de México a su imagen y semejanza sean disruptivas y conflictivas, limítrofes de la civilidad y la concordia, valores que regresaron a la Constitución gracias a la democracia de los últimos 25 años; la que le disgusta. El Presidente concibe su mandato como una guerra que le ha encomendado el pueblo contra enemigos que no merecen tregua sino arrepentimiento o expiación. Sin estos, quedan condenados a la exclusión de la deliberación pública.

AMLO y Morena pretenden un arreglo constitucional diferente al vigente pero no se atreven a decirle al país a dónde nos quieren llevar. Recurren a la costumbre nacional del disimulo y juegan peligrosamente con procedimientos parlamentarios de cambio que fueron ideados para actuar de buena fe, no para aplicarlos en pos del puro y duro poder para imponer la voluntad de uno solo.



Académico de la UNAM.
@pacovaldesu

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