Iberoamérica llega a los 200 años de independencia. En 1804, Haití conmovió al mundo con la revolución antiesclavista que culminó en la primera república independiente. Le siguieron en sucesión las independencias americanas de España, Portugal y Francia, y la fundación de las nuevas naciones. Cuba cerró el Siglo XIX con la independencia en 1899, y sólo Belice, Guyana y Surinam esperaron al siglo XX para independizarse de Gran Bretaña, Francia y Holanda, al tiempo que las colonias de Asia y África hicieron lo propio.

A nadie escapa que Iberoamérica o, más ampliamente América Latina (para incluir anglófonos, francófonos y las lenguas autóctonas) es reconocida en el mundo por signos de enorme contrariedad: gran literatura, filosofía, artes plásticas y música destacan entre las mejores y circulan por el mundo. Sin embargo, el subcontinente tiene una ajenidad consigo mismo: no ha logrado en doscientos años colocarse en el lugar del devenir humano que le corresponde, con contribuciones genuinas al orden social, económico y político. Casi a donde se mire, con la excepción relativa de Uruguay y Costa Rica —que representan una fracción ínfima (ocho millones) de los 646 millones que la habitan—, la pobreza, la desigualdad y el despotismo en sus distintas formas son el azote de sus países. América Latina no es el continente en peor situación, pero si lo vemos en conjunto sí es el más mediocre y el más desigual. Nunca hemos resuelto el dilema de Facundo entre civilización o barbarie. Para citar a un amigo, lo resolvimos como civilización y barbarie en siniestra coexistencia.

Ríos de tinta en toneladas de papel se han impreso para documentar nuestros atavismos. Octavio Paz y Edmundo O’Gorman, por distintos caminos señalaron a nuestros usos atávicos del pasado como causa de la fatiga histórica que nos deja exhaustos e impotentes a la hora de mirar hacia el futuro. Muchos viven en el pasado o se niegan a vivir. La ceremonia del 16 de septiembre a las puertas del Palacio Nacional lo dejó claro. A diferencia de décadas a celebrar efemérides nacionales montadas como espectáculos que se mantenían como ejercicios de la memoria colectiva, la ceremonia de este año fue una encarnación del pasado, un intento de traerlo al presente con fórceps. O bien somos como entonces, según Yo digo que entonces fue, o bien no somos. En el discurso del primer déspota de América, Miguel Díaz-Canel, resonó un José Martí que ha sido traicionado: “…¡Saludamos a un pueblo que funde, en crisol de su propio metal, las civilizaciones que se echaron sobre él para destruirlo!” ¿Qué dicen de esta invocación espuria los jóvenes del 11J, perseguidos, golpeados y encarcelados por reclamar la libertad de forjar en Cuba “su propio metal”? “¡Patria y vida, venceremos!”

En la simbología de una revolución que desembocó en la dictadura más durable que ha habido en el continente, América Latina emprende una cumbre, en la que rondará la sombra de la propuesta “retro” que recoge la ansiedad de los autócratas por eliminar la Carta Democrática Interamericana que se ha vuelto incómoda para un continente en proceso de autocratización. Reza su Artículo 1º “Los pueblos de América tienen derecho a la democracia y sus gobiernos la obligación de promoverla y defenderla”. En sus cavilaciones caudillistas, los presidentes y cancilleres deberían hacer lugar a una verdad lapidaria: ningún migrante busca entrar a Cuba o Venezuela. Todos miran hacia el Norte, donde ven el futuro que en Iberoamérica se les niega desde hace doscientos años. Huyen del despotismo y la desigualdad.

Investigador del Instituto de Investigaciones Sociales de la UNAM.
@pacovaldesu

Google News

TEMAS RELACIONADOS