El pasado 24 de febrero se ha cumplido un año de la invasión rusa a Ucrania, artera violación a los más elementales principios del derecho internacional consagrados en la carta de Naciones Unidas, que iniciara en 2014 con la apropiación de Crimea. Cierto es que, como cualquier populista que se respete, Vladimir Putin es capaz de encontrar justificaciones en donde no las hay para llegar a afirmar que hicieron todo lo posible para no invadir a un país soberano, pero que no hubo otra salida. Bajo esta doctrina, México podría invadir Estados Unidos para recuperar Texas al amparo de que se tienen derechos históricos sobre esos territorios porque alguna vez fueron mexicanos.
En todo caso, lo que en un principio se pensaba sería una intervención con un rápido desenlace, no lo ha sido y empieza a encender peligrosas alarmas. Por un lado, ha puesto en entredicho la efectividad de las reglas de juego de un control supranacional –el Consejo de Seguridad de la ONU–, pues al tener Rusia derecho de veto, el resto de los países puede decir misa al no lograr modificar ni un ápice las aspiraciones imperialistas del exagente de la KGB y quien, por cuarta vez, ocupa la presidencia de Rusia. En segundo término, ha hecho mostrar cartas a China (además de las que ya han ayudado a oxigenar a una maltratada economía rusa) que bien podría desempeñar el papel del adulto responsable y, de manera decepcionante, ha lanzado una propuesta de paz que llama al diálogo y al cese al fuego, pero que omite exigir la retirada de tropas invasoras. Finalmente y, en una de las actuaciones más calientes de la reedición de la guerra fría, el anuncio hecho por Putin de la suspensión del tratado de armas nucleares que existe con Estados Unidos –sin duda, gasolina para apagar el fuego–.
Y se preguntará el amable lector, ¿qué tiene que ver todo esto con el turismo y, en particular, con el turismo mexicano? Si, como se dice, la historia se repite, a nadie beneficia un escenario bélico en Europa, que hasta ahora tiene combatientes de dos ejércitos –uno de los cuales, no sobra decirlo, actúa en legítima y estoica defensa– y, por el contrario, en realidad tiene efectos perjudiciales que cualquier persona experimenta en todo el mundo, ante un proceso inflacionario como hace mucho no se veía y con incertidumbre económica que ha llevado a que la Organización Mundial del Turismo, luego de los estragos resentidos en el sector a consecuencia de la pandemia en el trienio 2020-2022, afirme que la recuperación del turismo internacional no se materializará en 2023, pues los flujos turísticos podrían estar hasta 20% por debajo de los niveles de 2019.
Evidentemente, no se trata de incursionar en un tono catastrofista, y siempre es oportuno insistir en la demostrada resiliencia de la actividad turística. Incluso, no es remoto asumir que los destinos turísticos mexicanos podrían haberse beneficiados en los últimos meses por el escenario bélico, pues algunos viajeros norteamericanos habrían privilegiado el desplazamiento a cortas distancias.
No obstante, de ninguna manera la competencia turística debe sustentarse en la desgracia del competidor, y no se pueden olvidar las singulares condiciones derivadas de la pandemia que, en la fase reciente, han propulsado el deseo de viajar, pero podrían cambiar en la medida en que los bolsillos se vean comprometidos por la debilidad de las economías mundiales.
En términos generales y, con algunas excepciones –turismo fronterizo y turismo interno, por ejemplo–, el turismo mexicano vive una época de vacas gordas. La enseñanza de la historia debería ser aliciente para pensar que este escenario puede modificarse incluso en el corto plazo y, en consecuencia, el sector debería navegar en un modo de máxima alerta, insistiendo en algunos de los fundamentos estratégicos que el país requiere, como el fortalecimiento de la competitividad, la diversificación de segmentos y mercados y, de manera destacada, y como aspecto nuclear, asumir en los próximos años la sostenibilidad de su desempeño.
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