Entre 1918 y 1919 un brote de influenza se extendió rápidamente por todo el mundo y mató a 50 millones de personas en 15 meses. En 2019 y 2020, donde la facilidad de conexión geográfica estimulada también por la globalización comercial y financiera es exponencialmente superior al siglo XX, sólo en los primeros meses de declarada la enfermedad se expandió a más de 130 mil personas en más de 50 países cambiando exponencialmente cada cuatro días.
El costo humano de la pandemia es inconmensurable. El económico ha sido estimado por Capital Economics en 280 mil millones de dólares en sólo los primeros tres meses de 2020.
Esto se traduce en cierre de fábricas y un peso desproporcionado para las pequeñas empresas, para los “empleados” de la economía informal y las personas sin cobertura médica sobre todo en países donde esta privatizada.
La pandemia está confirmada y la pregunta ya no es “si” va a tocarnos sino “cuándo” y “cómo” frenarla.
He vivido emergencias de epidemias muy serias. Estuve en la zona del primer brote del ébola en Uganda y pocos meses antes en los países que entraron en cuarentena como Liberia, Sierra León y Guinea. Viví años en zonas afectadas por la malaria en Mozambique conviviendo con la amenaza también en el Congo, Mali, mismo Ruanda y Gambia. Vi de cerca la gravedad en las que pueden derivar las emergencias sanitarias por contagio humano en los campos de refugiados sirios en la frontera con el Líbano, y en la misma Calcuta.
Aprendí mucho. Aprendí sobre el miedo, pero sobre todo que uno tiene un momento en el que puede elegir si ser parte del problema o de la solución. La ecuación es simple: si me enfermo y soy un caso de gravedad recargo al sistema de salud más potente o precario del mundo. Recargo (y compito) junto con otros agudos que necesitan ser entubados en una cama de hospital.
La participación ciudadana tiene un rol decisivo en los días que siguen. Su capacidad de organizarse en tiempo récord detrás de ideales de justicia ahora tiene la oportunidad histórica de demostrar su gran valor agregado organizándose hacia adentro, permaneciendo en el interior de las propias casas cuando así se lo indiquen las autoridades que, como los ciudadanos, desconocen lo que viene y están intentando tomar las mejores decisiones.
El gran desafío es que, si individualmente no se siguen los protocolos, —mantener distancia mínima de seguridad de un metro, lavarse las manos por 20 segundos y con frecuencia, evitar lugares con conglomeración de personas, monitorear síntomas de fiebre, fatiga inusual, tos—, se puede ser un vector de la enfermedad y literalmente matar a personas inmune deprimidas.
Una de las situaciones que si no fueran dramáticas serían de ciencia ficción es la de Italia. Colapsada por la demanda de asistencia de cientos de miles de personas al mismo tiempo, médicos, médicas, enfermeros y enfermeras, personal de limpieza están trabajando sin descanso, con un sistema sanitario que con nobleza acude y no deja a nadie atrás.
Están enfrentando hospitales colmados, sin recursos suficientes y llamando a médicos en pensión para que puedan hacer frente a la demanda desproporcionada de pacientes en emergencia.
El pánico, es normal y esperable, pero no ayuda. Tampoco ayuda enfrentar las cosas “a mi manera”, cuando se saca el pecho como si alcanzara de escudo, y se avanza de forma desincronizada del contexto, sin conexión a las alertas, improvisándose científicos diciendo que son “exageradas”. Esas afirmaciones, exageradas o no, provienen de epidemiólogos y epidemiólogas con varias décadas de experiencia.
El verdadero cambio está en tener la humildad de ponerse a disposición y seguir instrucciones para ser parte de la solución.
Ayuda usar la inteligencia y un superior sentido cívico. Cuando una sola persona no sigue los protocolos de emergencia, y con una actitud de “desafío a la adversidad” dice no necesitar seguir ninguna “absurda nueva regla”, porque “a mí no me va a pasar” o siente que puede aprovechar estos días para viajar y visitar un país como Turquía porque, aunque este pegado a Irán no registra ningún caso, en total desatención a lo que impone el momento, tiene una actitud rayana a lo criminal.
Estos no son tiempos de pensar en sí mismo aislado de la obligación personal de contribuir. No son tiempos de delirios de grandeza con una actitud de “no pasa nada” porque si está pasando, y está ocurriendo ahora.
Estos son tiempos extraordinarios que requieren cualidades extraordinarias. Las del respeto de cuidar la no propagación del virus, la humildad de seguir un comando bien definido que está intentando organizar algo que todos enfrentamos sin conocer bien su dimensión. Seguir la voz de expertos y expertas, puede hacer la diferencia entre seguir aumentando el número de infectados e impactos socio económicos a niveles de catástrofe.
Como ciudadanos gracias a las nuevas tecnologías podemos cuidarnos monitoreando a las personas cercanas y crear redes solidarias sencillas, para que nadie quede solo o sola y quien se enferme sea acompañado en su proceso por un grupo primario compacto, más allá de la familia y amigos. Desde el BID estamos trabajando sin descanso también para apoyar en este sentido.
Las necesidades cívicas de dignidad, visibilidad, empoderamiento y confianza están cubiertas si elegimos actuar fuerte y claro: “El Covid-19 se detiene conmigo”.
Asesora del vicepresidente de países del BID en temas de estrategias y políticas de participación ciudadana.