México se ha convertido en un laboratorio exitoso para entender cómo mejorar la representación política de las mujeres. La elección de junio es un estupendo ejemplo de cómo las mujeres se han convertido en las protagonistas de la política no sólo por haber sido las que más candidaturas presentaron (71.465 frente a las de 67.347 hombres) sino también por los resultados que consiguieron con unas 248 diputadas federales (49,6%), siete gobernadoras, al menos 11 Congresos Estatales paritarios o con más mujeres que hombres y un incremento de al menos 30 puntos porcentuales de presidentas municipales.
Como nunca en la historia, más mujeres han llegado a los cargos y, aunque esto no ha sido por casualidad, urge poner en el debate las condiciones en las que ellas ejercen el poder. Si bien la democracia comienza a ser más justa e incluyente, la presencia de las mujeres genera disputas, resistencias y violencias. Aunque las mujeres no son iguales entre sí, ni comparten los mismos intereses ni tampoco actúan como un grupo de presión homogéneo, su participación política cuestiona el relato androcéntrico, el modo “masculinizado” de hacer las cosas y el control del poder político. O, como nos enseñó aquella película que nos encantó sobre el movimiento sufragista suizo, disputa el “orden divino”.
Ellas son vistas como intrusas porque -con su presencia, sus ideas y sus prácticas- desafían el orden establecido. Algunas veces a ellos su incomodidad se les nota de frente, aunque muchos simulan compartir la agenda y los principios. Los esfuerzos realizados hasta el momento en la construcción de la paridad no han sido suficientes para romper los techos y eliminar los obstáculos que las mujeres enfrentan cuando quieren hacer política. Y esto se agrava a nivel estatal y local. Las instituciones continúan estando generizadas; los partidos siguen siendo desiguales y excluyentes y los medios casi no usan como fuentes a las mujeres, las noticias siguen siendo mayoritariamente escritas por hombres y, muchas veces, generan expectativas que reproducen estereotipos y doble rasero. Sigue habiendo techos de cristal, que segregan a las mujeres a las bases de los partidos o que no les permiten acceder a los cargos de dirección de las instituciones; escenografías que las invisibilizan -las hacen aparecer “como floreros”- y las silencian en el uso de su voz pública.
En unos meses inicia el período legislativo y, con ello, una nueva oportunidad para impulsar reformas que (des)genericen las instituciones y que profundicen la democracia paritaria. La paridad no garantiza que las mujeres puedan ejercer su encargo en igualdad de condiciones que los hombres, ni que sean más influyentes como legisladoras ni que se desarrolle una agenda progresista de género. Esta revolución pacífica y democrática, que ha exigido que las mujeres plurales estén en las papeletas para poder ser electas, ha enseñado que más mujeres en los cargos no supone más mujeres con poder para hacer los cambios que se necesitan para resolver los problemas urgentes que enfrentan las mujeres.
Los cambios son normativos, pero también actitudinales. Necesitamos que la “paridad en todo”, que ya es una exigencia constitucional, se extienda en el ejercicio del poder, en el acceso a los recursos y en todos los niveles institucionales de gobierno. El poder local requiere ser feminizado. Necesitamos más personas con formación en perspectiva de género que puedan impulsar políticas y presupuestos. Sin esos aprendizajes es imposible que la transversalización de la perspectiva de género se institucionalice. No estamos diciendo que todas las mujeres deban ser feministas ni tampoco que ésta sea sólo una tarea exclusiva de las mujeres. La democracia paritaria necesita de todes. Supone política de la presencia: valores, ideas y acuerdos compartidos respecto a otra manera de ejercer el poder y asegurar la convivencia pacífica.
Flavia Freidenberg
Instituto de Investigaciones Jurídicas
Universidad Nacional Autónoma de México