Hace tiempo no voy a ver jugar a Paula, mi hija mediana.

Como sus partidos son siempre entre semana, ya ni siquiera me avisa y —por lo regular— la lleva su mamá o va sola, pues sabe que se me complica por el trabajo. Pero ya decidí que, hoy por la tarde, iré yo.

Hay momentos en los que resulta fundamental estar cerca y, sobre todo, para los hijos es importante que los papás los vayamos a ver, que miremos sus jugadas, que los sigamos con la vista. De niño, un partido sin tus papás no es igual.

Es como tocar el piano para uno mismo. Claro que es bello, incluso inspirador, y una oportunidad para apreciar tus avances y percatarte de tus retrocesos a solas, sin tener que justificarte ante nadie y con la libertad de repetir la canción las veces que te plazca, hasta que suene como te convenza.

Sin embargo, cuando los hijos se aprenden una pieza, lo primero que quieren es tocarla para los padres. Y no sólo los niños. En todos, existe una necesidad de mostrarnos de cierta forma ante el mundo, de que nos observen, de exponernos a los ojos de los demás. De ahí que los pianos que, de unos años para acá montan en las plazas o los aeropuertos, sean un éxito.

Incluso, es probable que el afortunado que cuente con un Steinway & Sons en la sala de su casa, se emocione más de tocar un Casio electrónico con altavoces, en medio de la multitud, en la vía pública.

Los escritores, por ejemplo, le encontramos sentido exclusivamente a nuestra vida cuando alguien nos lee, así sea nuestro abuelito.

Creo que nunca les he contado que el mío una vez compró todos los ejemplares de mi primera novela que tenían en existencia en Librerías El Sótano, para regalárselos a sus amigos.

A la semana siguiente, aparecí en el número uno de ventas de la lista.

Así como los músicos necesitan ser escuchados, a los hijos les gusta que los vayamos a ver a sus juegos y competencias .

Es también parecido a lo que sucede con los maratonistas, quienes hasta llegan a sacar fuerzas del público que aplaude y vitorea su tremendo esfuerzo, sus lágrimas, su triunfo.

Aun muertos, somos proclives a que nos contemplen y eso, seguramente, nos viene de cuando nacimos. Nos complace que nos vean darlo todo, que se atestigüe nuestro pundonor, el sufrimiento, y hasta el placer. Somos fotografías que de cierto modo, para existir, debemos ser reveladas.

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