“¡Hey, me gustan tus tenis!”

, me dijo un señor ya grande, de unos setenta y tantos años, cuando pasé corriendo al lado suyo y de su perro en la calle. “¡Me gustan de verdad; así, amarillos, muy bonitos!, ¡disfrútalos!”.

Sin duda, hay gente que tiene mucho que decir, personas que expresan los detalles más sencillos , con tan profusa naturalidad, que te provocan la necesidad de voltear a verlas y sonreírles, por el simple hecho de cambiarte la perspectiva en un santiamén. Sobre todo si llevas un tiempo de quejumbroso.

Qué importante es hablar, más en estos tiempos.

De lo importante, de lo no tanto, de los buenos días, de los sueños y hasta de los fracasos. De los tenis amarillos nuevos o del corte de cabello que le descubramos a alguien, de las rosas que han sobrevivido a las tormentas y hasta del clima en los elevadores. Andamos muy callados por aquello de los cubrebocas , de la pandemia y del silencio que tan temprano se apodera de las calles.

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“Bendita la voz que es capaz de transformar

, aunque sea por unos instantes, estas sensaciones, la desolación, la tristeza, la angustia, el llanto”, pensé, al retomar el camino en mi distancia de entrenamiento rumbo a mi maratón.

Unos kilómetros más adelante llegué a un parque,

le di un par de vueltas y me topé con un tipo que regañaba con vehemencia a su hijo por caerse de la bicicleta y despostillarle el manubrio. “No seas ojete”, le dije en mi cabeza y enseguida me transporté en otro pensamiento hasta mi casa, donde últimamente me vuelvo un energúmeno al descubrir las huellas de tierra de la pelota de futbol de Lorenzo en las paredes.

“Tú juraste que no serías así cuando tu papá te regañaba

porque le ensuciabas los sillones, o la vez que le rompiste el vidrio de la sala de un balonazo. Así que no jodas tú”, me reproché y me prometí acordarme la próxima vez, antes de convertirme en el monstruo hogareño.

Ya no quiero ser el papá que se queja amargamente

en la comida si el aguacate tiene una parte negra, o porque otra vez hubo sopa de verduras. No me gusta ser ni el ogro ni el mal ejemplo , aunque a veces no puedo evitarlo. Es momento de resaltar las cosas que nos acercan a los otros, que a su vez son las que nos aproximan a nosotros mismos. Es momento de ser el que habla de lo bueno, de las tonterías, de los tenis amarillos y —por qué no— de las ocurrencias sin pies ni cabeza que a algunos nos surgen al correr.

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