¿Qué queda de una persona cuando muere? Su aroma, por un breve tiempo, en un suéter. Sus fotografías . Las frases que repetía. Los recuerdos en sus deudos y las canciones que oía. Sus historias.

Si habláramos de deporte —que es de lo que supuestamente trata esta columna—, tendríamos que referirnos a los récords de ese atleta que se va.

Mi padre jugó futbol de niño, hasta pasada su adolescencia. Luego, ocasionalmente, cascaritas conmigo y mis primos, de niños. Pases de futbol americano en Chapultepec y en la playa, donde también peloteábamos con las típicas raquetas de madera. Me enseñó a jugar ping-pong y a hacerme el nudo de la corbata, aunque siempre le quedó mejor a él.

Murió el 2 de marzo pasado

, a los 70 años de edad, con cuatro victorias contra la muerte (un duro choque a los 18 años de edad; una osteomielitis vertebral, por una mala cirugía de columna, pasados los 50; un infarto a los 55 y una gravísima infección en el cerebro a los 68), y una derrota —en el último asalto— a manos del virus. Se defendió hasta el final. No tiramos la toalla, sacamos el pañuelo blanco.

De mi papá, aprendí muchas cosas. La más importante, quizá, arrepentirme y ofrecer disculpas. Desde que se fue, no he soñado con él. Sin embargo, la otra vez mientras corría, me sucedió algo curioso:

Salí con el sentimiento de su muerte muy vivo. Pasé junto a unos jóvenes y, en mi mente, les dije: “ Hablen más con su papá, no se aburran de que los llame mucho por teléfono” , como solía marcarme a mí. Acto seguido, como si lo hubiera planeado, una de ellos se puso el celular en la oreja y contestó: “Hola, pá”, y yo me quedé atónito. Saludó a su padre y yo sentí con claridad que era el mío. “En este instante, me estaría llamando”, pensé, y enseguida escuché dentro de mí: “Lo estoy haciendo”.

Como me dijo Maru, mi suegra: “Es un tiempo privilegiado, porque estamos muy sensibles, receptivos a lo sobrenatural y todo puede sentirse más. Vivimos en un in-tiempo, no estamos allá, pero tampoco acá, y podemos percibir esas presencias que nos acompañan”.

Cuando muere tu papá, te sientes inconsolable e incomprendido. Pero después piensas: “Bueno, no soy el único ni el primero al que se le ha muerto su papá”. Y luego reflexionas: “No, sí lo soy”.

Descansa en paz, Francisco Koloffon Duncan.

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