Al lado de mi mesa, en la pequeña cafetería, me tocó escuchar la conversación de una madre con su hijo, de unos 10 años de edad. Venía bañado en tierra, con las rodillas negras, y un rastro de restos de lodo lo seguían desde la entrada hasta su silla. El pequeño futbolista devoraba su helado de vainilla, al tiempo que la mamá le restregaba la cara con una toallita húmeda.
Por más que parezca concentrado en mi celular, me cuesta mucho trabajo no desviar mi atención a los diálogos contiguos cuando la proximidad es tanta. El niño alababa a Sebas, su compañero de entrenamiento y equipo, según deduje.
—“Mejoró muchísimo, ¿verdad, má? Antes yo era mejor, pero ahora él se lleva a todos”.
—“¿Sabes qué es lo que pasa, Fo? —le respondió la mamá, y el niño, que supongo se llamaba Adolfo, abrió los ojos con gran expectativa—. La cosa es que Sebas se atreve a llevárselos, o por lo menos intenta. Él sabe que es capaz de burlarlos, y espera su oportunidad para correr y dejarlos atrás, mientras regatea. Tú hacías eso exactamente de más chiquito y muchas veces te salía. Otras no, pero te arriesgabas y no te detenías”.
—“Pues sí, pero si no, me dicen que soy personalista y que no la paso y que quién sabe qué”.
—“No digo que no la pases; hay que pasarla, pero también hay que atreverse a no pasarla y a uno irse con la suya, con su balón, a dejar con la boca abierta a todos y a conquistar el mundo. ¿Cuál es tu mundo? La cancha, ¿no?”.
—“Sí...”.
—“Pues conquístala, Fo —lo alentó aquella mujer que parecía haber acabado de leer un libro del maestro Jorge Valdano—. No sé decirte quién sea mejor, pero atrévete, como cuando simplemente te ibas sin tanto pensar, y lo descubriremos”.
¿Cuántas veces Lionel Messi habrá hecho oídos sordos a los reclamos por no pasarla? Él sabía cuándo había que tocarla y cuándo escaparse. Entendía que debía atreverse, porque —de lo contrario— estaríamos únicamente discutiendo sobre si Pelé o Diego Maradona.
Una ovación desde la comodidad de mi asiento a quienes se atreven a driblar, a irse, a quedarse, a hacer compañía, a bailar con euforia donde sea que pongan su canción favorita, a desafiar a los papás y renunciar a las arcaicas costumbres de familia. Un aplauso al que se atreve a pedirle al de enfrente que baje su celular y lo deje ver el concierto, al que le marca a quien le gusta, a quienes rompen sus propios límites, a los que vencen sus miedos y a esos que no callan ante las injusticias. Mis respetos a quienes se atreven a sobresalir, a ser distintos del resto y a comer helado de vainilla con mugre.
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