Todos sabemos que los récords están hechos para romperse. Pero para pocos es claro que los seres humanos no tenemos límites, que son imaginarios, así como las fronteras de los países que dividen al mundo, que es uno, un grandísimo planeta donde pocos tienen la fortuna y el privilegio de sobresalir, de atraer la luz de los reflectores, de convertirse en noticia.
El primer hombre que tocó la Luna es uno; Einstein, el genio, otro. Coco Channel, María Callas, Marylin Monroe, Evita Perón, Diana, Malala, el cuarteto de Liverpool, El Rey Pelé, José Mujica, Jobs, Gates, Obama, Bolt o Kathrine Switze, —la primera mujer que osó competir de manera oficial, con un número (que casi le arranca un demente), en el maratón de Boston—, son personajes que han hecho historia.
Sí, la gente habla de ellos, de sus vidas, de aquello a lo que se atrevieron. Por eso, el fin de semana las redes sociales se atiborraron de fotografías de Eliud Kipchoge, el primer hombre en pisar la meta de los 42.195 kilómetros por debajo de las dos horas. Su odisea no se transmitió por televisión, se vio en millones de computadoras y teléfonos móviles, y la presenciaron 20 mil testigos que abarrotaron el circuito plano —ida y vuelta— de la ciudad de Viena, donde la gravedad parecía la de la Luna. El astro keniata volaba.
Un día después, en Chicago, las zancadas de la también keniata Brigid Kosgei parecían impulsarla de similar manera al espacio. Apenas tocaba el piso con las suelas de sus zapatos, flotaba, y al final, eso sí, plantó firmemente su bandera en la tierra irregular de las hazañas. Impuso un nuevo récord del mundo para las mujeres: 2:14:04 horas, un tiempo que —para la inmensa mayoría— está a años luz de distancia, más allá de Venus.
Lo bueno es que la vida no se trata de ser los mejores del mundo, sino los mejores de nuestros universos particulares. Vinimos a explorar nuestros propios confines, a ser nuestra mejor versión posible, a superar nuestros aparentes límites y a romper, no tanto récords, pero sí creencias, condiciones y costumbres.
Se trata de llegar al final, a pesar de lo extenuante, con una sonrisa, como la de Eliud y de inspirar a la mayor cantidad de personas posible, aunque aparentemente nadie nos vea.