Si algún recuerdo permanece con fidelidad en la memoria de un ser humano hasta su vida adulta es, sin duda, alguna pequeña gran hazaña que haya realizado en su infancia. Si a mí me pidieran que, de bote pronto, diga cuáles fueron los momentos más épicos de mi niñez, entre ellos contaría la remontada que le dimos los de la selección de futbol de mi colegio a nuestro acérrimo rival en la final del torneo interescolar.
Perdíamos 4-2 en el segundo tiempo y acabamos mandando aquello a tiempos extra, para terminar alzando los brazos en penaltis. No estoy seguro si metí gol, pero casi lo juraría. Así, miles de adultos guardamos como un tesoro aquellas fantásticas historias que vivimos de niños, mientras nuestros padres gritaban en las gradas como si hubiésemos ganado el Mundial.
El domingo, camino al juego de vuelta del Toluca contra los Tigres, deseé que Lorenzo —mi hijo— pudiera ser testigo de una proeza heroica y que los Diablos consiguieran venir de atrás del dificilísimo 4-1 en la ida. A veces, no hace falta protagonizar una gesta descomunal para acordarte de ella con emoción para siempre, sino que basta con presenciarla al lado de alguien a quien quieres.
Nunca había ido a La Bombonera, como se le conocía a su estadio por la semejanza con una caja de bombones y con la Bombonera del Boca Juniors, bastión de la pelota argentina. Hoy, la cancha de los del Estado de México lleva el nombre de don Nemesio Díez, aunque en realidad todos le dicen “El infierno”, especialmente los contrincantes.
Desde las calles aledañas, se percibía que algo podía suceder. Se respiraba una sensación de que en el mismísimo averno podía ocurrir un milagro. Y la verdad es que, aunque sea por unos instantes, ocurrió. La gente no paraba de gritar y apoyar a los suyos, y cuando los de rojo marcaron el tercero, salieron chispas y todo retumbó. El “¡Sí se puede!” mutó en el “¡Así se hace!”.
Lorenzo y yo no lo creíamos. A pesar de ser necaxistas, nos volteamos a ver maravillados y sonreímos casi con la misma emoción que comparten don Nemesio y don Valentín, su hijo, en el mural que hace de su estadio una auténtica fortaleza. Seguramente ahí apuntaba la mirada del propietario del Deportivo Toluca, club que, luego de conocerlos un poco más, estoy seguro de que pronto conquistará “la undécima”.