¿A dónde se irán todas las cosas que finalmente no suceden?: los me gustas y los te quiero que se quedan atrapados en las bocas, los perdones, las fantasías, las contrataciones que se vienen abajo, los milagros por los que tanta gente reza. Los objetivos de venta de 2020, las graduaciones escolares canceladas por el coronavirus, la posibilidad de pagar la renta, de conocer el mar, París, y de cumplir sueños, planes, promesas y cumpleaños. Bodas que no solo se pospusieron, sino que se desbarataron; tantos lazos rotos y cintas intactas de carreras que no se llevaron a cabo este año alrededor del mundo.

El domingo pasado, más de 50 mil corredores debían participar en el maratón de Berlín, uno de los más bellos y emblemáticos, el más rápido hasta ahora y de los pocos a los que entras por lotería. Berlín es una suerte con la que, sorpresivamente, nadie corrió esta vez.

Lejos de estar ahí, cada una de las mujeres y hombres que todavía en febrero se veían levantando la mirada al cielo y poco después los brazos tras cruzar la Puerta de Brandenburgo, se encontraban más bien en casa. Unos dentro de la misma Alemania, otros en Londres, Nairobi, San Francisco, Buenos Aires, Madrid, Adís Abeba, Guadalajara, Ciudad de México. Muchos todavía atónitos, incrédulos, con más kilos de lo previsto, sin entrenamientos, con la ilusión a secas y la esperanza medio deshidratada de correr en 2021 si la vacuna y sus bolsillos lo permiten.

¿Dónde fue a dar el bullicio silenciado del maratón, las pisadas enmudecidas a lo largo de los 42 kilómetros, el sonido de las campanillas de los vestíbulos de los hoteles y los lamentos por los dolores musculares del siguiente día? ¿Qué fue de los encuentros, de las personas que estaban destinadas a coincidir en una esquina donde sus historias se unirían?

El cuerpo tiene memoria y la vida tiene maneras muy curiosas de recordarnos los pendientes. El domingo, precisamente, acabé corriendo por la calle de Berlín. No me di cuenta sino hasta que puse mi atención en una casa que me gustó en una esquina, y ahí estaba el cartel nomenclador que da nombre a calles y avenidas: BERLÍN.

“Esto no es Berlín, chingadamadre”, me dije —y de paso me acordé que tengo pendiente ver la película— y pensé en tantísimas cosas que no son. ¿A dónde se van? ¿Habrá un país en un mundo paralelo donde todo lo que se nos va de las manos y del corazón sí exista? O quizá un grandísimo almacén de frustraciones y cosas perdidas en alguna dimensión desconocida. Tal vez, aunque da igual, pues lo único cierto es que aquí estamos, con lo que es y lo que no.

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