Si le pidiéramos a un niño que intentara ser mejor persona, si le imploráramos convertirse en la mejor versión de sí mismo, seguramente no entendería lo que decimos, ni mucho menos sabría cómo lograrlo.

El estado natural de los niños es la autenticidad; de ahí que no conozcan mucho de versiones. Lo que nos distingue en la infancia es la conexión con nosotros mismos, la fidelidad a nuestros sentimientos y, sobre todo, al instante. Cuando un niño está sumergido en lo que hace, difícilmente se pone a pensar en otra cosa. Ahí radica su sencillez y capacidad de ser felices.

Ayer pasé corriendo junto a un pequeño estadio de Ciudad Universitaria. A la distancia, se oían los gritos. No sé qué pasaba ahí, pero la cancha estaba repleta de niños. Fue entonces que caí en la reflexión: los niños no conocen de complicaciones, viven en concordancia con sus anhelos, en una correspondencia permanente con la vida, abiertos a dejar entrar y salir las emociones que a todos se nos presentan un día cualquiera.

De ahí viene la algarabía —pensé, mientras el bullicio se volvía más cercano—, de la capacidad de entregarnos a nuestras acciones, de la sagrada congruencia, del juego, de lo que amamos.

Pero luego nos vamos haciendo adultos y muchos empezamos a equivocarnos. Dudamos de nuestra propia sinceridad, nos traicionamos a nosotros mismos, engañamos, nos distraemos, nos confundimos y dejamos de creer en lo que nunca debimos dudar.

Cuando escuché decir a uno de los presentadores en la ceremonia de inauguración de los Juegos Olímpicos que estas serían dos semanas para que los hombres fuéramos la mejor versión de nosotros, entendí el porqué de la importancia del deporte para la humanidad y la emoción que nos provoca vernos ahí a todos reunidos, como esos pequeños niños del estadio. El deporte hace eso, nos acerca de nuevo a lo que somos, a nuestra esencia.

Es un júbilo ver a los atletas intentarlo. Es conmovedor verlos esforzarse, sufrir, caer, levantarse, creer, gozar, tocar la gloria y saber que, quienes no lo consiguieron, volverán a intentarlo. Sus triunfos, no importa la bandera, son de la humanidad.

Estos son días en que el deporte convoca al mundo a unirse y, a la vez, a confrontarse, pero de una manera amigable, reconciliadora e inspiradora.


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