Tenía planeado contar la historia de un amigo que recién murió en un maratón.
Su corazón se detuvo durante dos minutos y dejó de respirar ocho. Milagrosamente, lo resucitaron. Tenía el texto listo.
Sin embargo, anteayer, otro maratonista, el mejor del mundo, también perdió la vida, aunque él sí para siempre, y aquí me tienen escribiendo sobre él.
La vida, y sobre todo la muerte, puede cambiar el devenir de las cosas en un segundo.
Kelvin Kiptum anteayer era todo y hoy no es nada.
Nació y murió en Kenia, aunque previamente tocó el cielo en Valencia, Londres y Chicago, donde ganó sus tres únicos maratones, despojando a Eliud Kipchoge de su récord mundial en el último de ellos, en la Ciudad de los Vientos, que ese día contuvo el aire para verlo cruzar la meta en 2:00:35 horas.
En abril, intentaría romper las dos horas en Rotterdam. Iba a lograrlo. No sé si ahí o en otro lado, pero lo hubiera conseguido. Sus marcas en las dos últimas carreras lo predecían.
Kelvin Kiptum no tenía por qué convertirse en una estrella, era ya un hombre fugaz, pero la muerte nos lo arrebató a todos los que amamos este deporte y esta distancia sagrada, y con él se ha llevado la incógnita.
Dudo que pronto llegue alguien con posibilidades de revivirla. La probabilidad ha muerto con él, por lo menos durante un buen tiempo.
Adiós a este gran representante de la raza humana, en cuya proeza habríamos cabido todos: “El ser humano es capaz de correr los 42.195 kilómetros por debajo de las dos horas”, exaltaría la prensa, y todos nos hubiéramos sentido invencibles.
La muerte de otras personas nos afecta de distintas maneras. Hay unas con las que se va también una parte tuya. Hay muertes que te hacen llorar y muertes, incluso de extraños, que te sacuden y te hacen reflexionar acerca de tu vida. La de Kelvin Kiptum, a quien yo nada más conocí por televisión, es de estas últimas: “¡Dios, sí me va a tocar a mí un día! Si le tocó a él, un día me pasará a mí; sólo ojalá no sea el día menos pensado”, reflexioné, al enterarme.
Cuando ocurre algo así, me digo que esto puede acabar muy rápido, que lo único serio en la vida es dejar de existir, que da igual si mis hijas reprueban una materia, si mi hijo embarra la miel de los hot cakes en el sillón o si perdí un contrato. “Un día todo se va a terminar”, me repito, y unas veces siento tristeza y otras consuelo.
Un aplauso de dos horas y 35 segundos al astro fugaz.