Decir que el mundo se divide entre las personas que hacen el bien y las que se inclinan al mal, sería casi tan radical como decir que en el mundo existen dos clases de seres, los que prefieren el helado de vainilla y los que piden de chocolate.

Albert Einstein, alguna vez, dijo que hay únicamente dos tipos de individuos, los que creen que todo es un milagro y los que piensan que nada lo es.

Nietzsche afirmó que en la humanidad están aquellos que siguen sus propios deseos y quienes siguen el deseo de los demás. Hoy, en internet circulan cientos de clasificaciones: que si los que iluminan sus casas con luz cálida o luz fría; quienes le echan catsup encima a las papas a la francesa, o a un ladito; los amantes del americano o del futbol soccer.

No soy proclive a catalogar de un modo tan drástico a la gente, pero el fin de semana me llevó a concluir que sí existe una clasificación con la que estoy de acuerdo: en el mundo, existen dos tipos de personas, a las que las cosas les parecen un chiste y a quienes les parecen demasiado serias.

Estábamos en la Copa Giro —un torneo de futbol femenil al sur de la Ciudad de México, con equipos de todas las edades—, acababa de empezar el primer partido del equipo en el que juega Paula, mi hija.

Me sorprendió ver llegar a Adela con ropa casual a echar porras, siendo que el torneo pasado jugó con ellas.

“¡¿Y ahora, por qué no vas a jugar?!”, le pregunté, extrañado.

“Esta vez, preferí no —respondió de un modo muy espontáneo—... Lo que pasa es que para mí el futbol es un chiste y para mis amigas es algo muy, muy serio.

Me pareció extremadamente chistoso lo que dijo, pero al siguiente instante me pareció definitivamente muy serio.

Respetable, sobre todo, pues es verdad que así es la vida: para algunas personas, hay cosas que son chistosas, pero para otras, esas mismas cosas son muy serias.

Una vez —en mi adolescencia— me corté el pelo de hongo, ¡De champiñón! Tal cual. Sabía que me veía fatal, pero era la moda y me dio risa verme tan espantoso.

Al llegar a la casa, a mi papá se le abrieron los ojos como las puertas del infierno, no podía creer lo que veía. Me regañó como nunca y, mientras yo lloraba, me advirtió que tenía 24 horas para solucionarlo. Yo tampoco creía su furia.

El mundo, el deporte, la paternidad y las relaciones, serían mucho más fáciles si entendiéramos que lo que para nosotros es muy serio, para otros pudiera ser casi una broma. Y viceversa.

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