Una de las cosas que más recuerdo de mis paseos de infancia con mis papás y mis hermanos, es el juego de “El que pise raya, pierde” . Apenas poníamos un pie en la banqueta, mi papá comenzaba: “¡El que pise raya, pierde!”. Los cinco reíamos y nos poníamos alerta.
Dábamos saltos, buscábamos un cacho liso de concreto a la izquierda, volvíamos a la derecha, esquivábamos las grietas, titubeábamos, empujábamos al otro, como no queriendo la cosa, y al poco rato perdía el primero. Lo más difícil eran las banquetas cuadriculadas, íbamos de puntitas. Pobre de mi madre con sus tacones.
Con mis hijos, traté de implementarlo, pero nunca les gustó mucho. Preferían el de “El primero que vea un coche rojo, gana”. Cada familia inventa sus tonterías, que ya hasta que es tarde te das cuenta que no había cosa más inteligente: Perderte en la simpleza con quienes amas; así, la vida pierde complejidad.
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Ayer me acordé del juego de las rayas, a mis 45 años de edad, mientras corría. En algún momento del recorrido, clavé la mirada en la calle y me percaté de las líneas. Iba a un paso tranquilo y se me ocurrió ponerme a jugar solo. “Si piso raya dentro del siguiente minuto, los clientes no me van a comprar la campaña de publicidad de tenis para corredores que se me ocurrió”, pensé y comencé a atentar contra mis propios negocios en un juego sin sentido que practico desde adolescente. “Si pierdo contra la computadora, significa que la que niña que me gusta se va a ir con otro”, me decía apenas a los 14 años, cuando jugaba futbol en el Nintendo .
La única regla de mi juego de ayer por la mañana era mantener siempre el mismo paso y no alterar la zancada. Si a la misma cadencia pisaba raya, ni modo, ya estaría escrito. Lo curioso es que, después de un rato, conforme llevaba puesta la atención en las rayas y en mis zapatos, me di cuenta de algo: Con por lo menos siete pasos de antelación, mi mente ya sabía si al acercarme a la siguiente raya la pisaría con alguno de mis pies o no.
Bastaba pasar una raya para que automáticamente mi cerebro trazara sus cálculos y premeditara si —al mismo paso— caería en la siguiente o la libraría. Entonces, me propuse no pisar ninguna y comencé a eludir los obstáculos y a prevenirlos desde varios metros antes. Me concentré y me permití sentir si debía acortar o extender una zancada para librar la próxima raya, sin necesidad de ajustes bruscos de último momento. Y así regresé a mi casa, con varios negocios bajo el brazo y sintiéndome un rompecorazones.
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