Al principio, creyó que se trataba de un error. Cuando A. manejaba de regreso de dejar a su hijo en el kinder, una camioneta con los colores y el escudo de la policía le cerró el paso en una calle estrecha de la ciudad que usted quiera imaginar de este revuelto país. Enseguida, ocho individuos vestidos de militares le apuntaron con rifles de alto calibre.
A plena luz de la mañana, ante los ojos atónitos y mudos de tantos automovilistas, se lo llevaron. No sabía si se trataba de un arresto, un secuestro o qué sucedía. Sólo supo que debía cooperar, su voz interna le decía. Afortunadamente, a pesar del estruendo de los narcocorridos 24x7, nunca dejó de escucharla durante los 290 días que permaneció en la jaula de dos metros cuadrados.
Los secuestradores tardaron más de un mes en ponerse en contacto con su familia. Los primeros días, C. daba por hecho que sería rescatado en breve, pero afuera, su gente no tenía pistas. Sin embargo, como si la memoria fuera una especie de mapa sutil que se nos revela en situaciones críticas, en el instante que asumió la posibilidad de permanecer encerrado quién sabe cuánto tiempo, comenzaron a brotar en él recuerdos que acabaron por salvarle la vida.
De manera inexplicable, se acordó —casi palabra por palabra— de la conferencia de Bosco Gutiérrez Cortina —a la que acudió por azares de la vida—, quien en 1991 logró escapar de sus captores tras 257 días de cautiverio: “Lo que me mantuvo vivo fue hablar con Dios, no culpar a los demás de lo que me ocurría y, por supuesto, hacer ejercicio”.
C. hizo caso y se fijó una rutina. En aquel diminuto espacio, donde apenas cabía dormido, empezó a hacer sentadillas y a caminar a paso veloz en pequeños círculos. No tenía condición física, empezó con media hora y se agotaba. Calculaba el tiempo según el número de (narco)canciones.
“Me inventé otros ejercicios aeróbicos y disfrutaba dar vueltas como león enjaulado en mi celda. Una vez, al final, caminé seis horas, tal vez lo que habría tardado en llegar a casa con mi familia. O, quizá, en completar un maratón.
El ejercicio me mantuvo activo, el sudor me revitalizaba, me llenaba de endorfinas, incluso en esa horrible cueva. Estuve activo, sano, lúcido y, por increíble que suene, libre. La parte buena de estar inmerso en una muy mala experiencia es tu capacidad para cambiar y descubrir esa fuerza interior que desconocemos”.
Qué esperamos todos los que estamos afuera...
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