Recuerdo bien cuando me afilié al club de los que apuestan a favor de las causas perdidas. Fue en segundo de secundaria, justo antes de empezar la pelea entre el tipo más gandalla de mi salón y el pobre de nuevo ingreso que osó ponérsele al brinco, al tercer cerbatanazo, en clase de Biología .
Luego de darle unas buenas zangoloteadas, el profesor intervino para separarlos, y el chico malo de la generación le advirtió al recién llegado: “Esa fue namás una probadita, te espero a la salida en la calle de arriba, para ahora sí tirarte los dientes. Y no le digas a tu mamá, la invitación es para ti solamente”.
“Gulp”, pensé y sentí. Quien menos deseaba ser en el mundo entero, era él. Llevaba menos de tres días en el colegio y —después de la golpiza— sería el hazmerreír. No hablaba con nadie y yo quería decirle algo, pero me daba miedo que nos relacionaran, y no me atreví.
En cuanto sonó la chicharra, todos salimos disparados a la calle de arriba para ganar primera fila. Todos querían ver sangre, yo deseaba ver una sorpresa. El corazón me latía como si fuera aquel pobre niño, y se me aceleró aún más cuando me volteó a ver y no pude ocultarle mi simpatía: apreté los dientes y el puño derecho, al tiempo que lo contraje hacia mi mandíbula. “Rómpele su madre”, le dije con los ojos, mismos que se me abrieron como un nuevo horizonte en el instante que le soltó aquel uppercut sorpresivo.
Desde entonces, no tengo un equipo preferido. “¿A quién le vas, pá?”, me preguntan mis hijos en los partidos de Champions , o “¿cuál es tu equipo favorito de la NFL?”. El que tenga los momios en contra, el que mejor pague en Las Vegas, el que tenga menos probabilidades. Ese.
Este fin de semana gocé la paliza del Aston Villa al Liverpool (¡7-2!); el espectacular rebase de Sara Hall, la norteamericana de 37 años de edad, a la keniata Ruth Chepngeticha —de 26— en los últimos metros del maratón de Londres; el inesperado cierre de película del etíope Shura Kitata. Nunca se me olvidará la Eurocopa que se llevaron los griegos en 2004, ni el insólito oro del Tibio Muñoz en México 68, que seguido reproduzco en YouTube para acordarme que, incluso en contra de todos los pronósticos, es posible.
Sí, el bulleador acabó partiéndole la cara al nuevo de la clase, los alemanes volverán a ser reyes de Europa y Kipchoge de los 42 kilómetros, pero el hecho de romperle —aunque sea por unos instantes— la lógica a la vida, bien vale la membresía del club de los que apuestan a las causas perdidas.
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