Si fuera verdad que el universo se sostiene en el equilibrio, y que las ondas, las energías y los acontecimientos negativos tienen una equivalencia positiva en alguna otra latitud, ¿a dónde tendríamos que ir para presenciar las cosas buenas que hoy no se ven —por lo menos a simple vista— por ninguna parte?

¿Dónde es que predominan las fuerzas del bien que, supuestamente, deberían contrarrestar todo el mal del que hoy somos testigos y protagonistas, esa oscuridad que tiene al mundo no sólo sumido, sino de cabeza?, ¿será en algún pueblo recóndito, alejado de las noticias, donde sus habitantes no saben mucho de economía y viven al día de lo que cosechan antes de reposar en la campiña?, ¿o tendremos que asilarnos en un convento presbiteriano, o en uno budista, en una sinagoga o una iglesia? Quizá más bien sea en las cunas, donde no se sabe de religión ni de nada más que no sean amor y caricias. O, a lo mejor, es exclusivamente en otra dimensión donde uno se puede dar cuenta.

La verdad, no me queda claro, pero seguro se trata de un sitio en el que nadie tiene televisión ni redes sociales, y donde no existen estadios con divisiones en las gradas.

¡Cuánta violencia se ve y se vive por todos lados! En los caminos que van de Rusia a Ucrania, y en otros países que son sobajados por las grandes potencias; en tantos líderes azuzadores, en sus discursos y sus conferencias de prensa; en las calles y entre los automovilistas; en los vecindarios, las casas y las personas. En Michoacán, Guerrero, la Ciudad de México y La Corregidora de Querétaro.

Ni en una película había visto tal saña para golpear a un malherido, a gente que en realidad parecía ya muerta. Aún en tan críticas condiciones, les pateaban la cabeza, las costillas y los desnudaban. Les gritaban como si simplemente los hubieran vencido, sin comprender que casi los habían matado. No dudo que varios les hayan golpeado el rostro con sus celulares hasta deformarlos, como personajes trastornados salidos de la extraordinaria “Casino” de Martin Scorsese, o a semejanza del desquiciado Capitán Vidal en “El Laberinto del Fauno”, de Guillermo Del Toro, aquel que le encajaba botellas rotas a sus oponentes hasta cansarse.

Cómo es que se nos metió tal ira, cuándo nos volvimos así de salvajes, inconscientes y crueles; es como si estuviéramos huecos, aptos para llenarnos de los sentimientos más abominables.

Si alguien sabe el escondite del planeta (y de los individuos) donde subsiste lo bueno, lo positivo y lo sublime, por favor avísenos.

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