Unos metros delante de mí, un corredor invidente avanzaba con su guía. A la distancia, alcancé a percibir que corría con la muñeca atada a la de su lazarillo. Era el 30 de agosto de 2015 y habíamos dejado atrás el kilómetro 33 del Maratón de la Ciudad de México. En el dorso de la camiseta llevaba impreso su nombre: Carlos.

Bastó entrar a Insurgentes y ver aquella corriente humana de la que formábamos parte para que me emocionara. El poderoso río místico de la vida fluía por mis venas y abría camino a mi paso. Rebasé mujeres y hombres con mi atención puesta en Carlos. Detrás suyo pude percibir su esfuerzo y cansancio; poco a poco bajaba el ritmo, hasta que lo alcancé.

No tenía la intención de rebasarlo, sino simplemente de hacerle saber que lo acompañaba, que estaba a un lado suyo.

“¡Vamos, Carlos!”, lo alenté con la voz entrecortada, desde lo hondo. “¡Ya estamos cerca!”, conseguí decirle antes de callar de golpe y contenerme, pues de la agitación se me iba el aliento y no lograba respirar bien.

Me conmovió que él no pudiera ver —por lo menos como los demás entendemos— y que en la más absoluta de las oscuridades confiara su vida a la generosidad de quien lo conducía, para permitirle experimentar una vivencia tan gratificante como es correr.

Y entonces sucedió algo inesperado. Con la misma exaltación y al borde del llanto, con absoluta seriedad y la humildad más franca que yo haya jamás escuchado, me respondió:

“¡Corre por mi vida!”.

Nunca nadie me había pedido algo tan serio y desde lo más profundo de sí. Supongo que cuando se establece una comunicación a ese nivel, el poder de las palabras resquebraja las barreras de la razón y penetra directamente hasta el espíritu de quien las recibe, pues eso exactamente hice: Comencé a correr con todas las fuerzas que me quedaban, por su vida, por la mía y por la de todos los que nos hemos sentido exhaustos y en la penumbra, ávidos de auxilio y confort humano.

Lo que sucede en los maratones es extraordinario. Todos nos convertimos en uno: Corredores, voluntarios, los que nos animan en la calle y desde las ventanas, los que tocan los tambores al ritmo del corazón, los trabajadores de los restaurantes que ofrecen agua y dulces.

Ojalá que Carlos vuelva a correr el 28 de noviembre el maratón de la Ciudad de México 2021 y su mirada traspase el corazón de algún otro afortunado.

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