Así como en la adolescencia, cuando el ímpetu nos hace sentir y creer capaces de cambiar al mundo, el día que me invitaron a escribir en este periódico —hace exactamente seis años—, volví a sentir ese brío.
“Voy a contar las cosas de un modo distinto”, pensé. “Voy a escribir la historia de quienes aparentemente no tendrían por qué salir en un periódico y haré que esa idea cambie conforme la gente lea. Una columna de deportes sí puede hacer de este mundo un lugar mejor”, fue mi deseo.
Siempre tuve claro cómo sería el comienzo, la primera publicación; y el final, hoy. El misterio se dio en medio, como sucede en la vida. Encontré seres maravillosos, di con hazañas increíbles y, también, aprendí a ver más allá de lo que se aprecia a simple vista, pues muchas veces el secreto para cumplir la responsabilidad de entregar un texto cada semana, está en el recuento de los detalles.
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Escribir para ustedes en EL UNIVERSAL fue una suerte de fortuna. Va a sonar muy paulocoelhesco, pero me consta que cuando dedicas tu tiempo y energía a lo tuyo, a lo que viniste a esta vida, de pronto se te aparece y presenta todo lo que necesitas para persistir. A partir de hoy, me despido de este espacio, y me entrego al universo de una nueva novela.
Pero hablemos de deportes, que de eso trata esta sección.
El viernes, fui por Paula —mi hija— y Lucía —su amiga— a una fiesta. Camino a su casa, nos platicó que su hermano y su papá estaban en Liverpool, Inglaterra. Motor, como lo conocemos, se llevó de sorpresa a Alonso a un partido de su equipo favorito, los Reds. Días antes, el padre de un amigo muy cercano de Alonso había fallecido en un accidente. “Se llevó a mi hermano para hacer recuerdos”, nos dijo Lu y me reiteró que sí, al final, lo único que importa son los recuerdos.
Tanto los recordatorios de que un día todo se acaba, como las emociones que nos vuelven a hacer sentir jóvenes, son las certezas y los aviones a los que hay que subirnos, porque —como bien apuntó Ashley Montagu— se trata de morir joven lo más tarde posible.
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Gracias a Gerardo Velázquez de León, quien me invitó a escribir; a Daniel Blumrosen, a todos mis lectores y, claro, a mi familia, porque ellos mejor que nadie saben que los hombres de sueños también somos una pesadilla, especialmente a la hora de afinar un texto.
Esta columna de deportes no cambió al mundo, pero ojalá, aunque sea dos minutos a la semana, lo haya convertido en un lugar mejor.