A sus ocho años, cuando cursaba el tercer año de primaria, José Ángel Ledesma participó en un concurso de dibujo en su escuela.
“Pueden pintar lo que quieran, lo que más llame su atención”, les dijo la maestra Cañizo.
Él, con sus poquitos colores, dibujó un gran árbol con un tronco que —según sus cálculos— sólo podrían abarcar tres adultos tomados de las manos con los brazos extendidos.
Al año siguiente, en 1954, la misma profesora les dio la misma instrucción, y al reparar en el nuevo dibujo del pequeño José Ángel, enseguida le preguntó por qué le había puesto tantas ventanas a esa casa con la que otra vez había ganado.
“Porque esa va a ser mi casa y quiero que el jardín con mi árbol se vea desde todas partes”, le respondió, muy serio.
El papá de aquel niño inquieto —que no sólo dibujaba bien, sino que también cantaba y sobresalía en los deportes— era cirujano dentista, aunque además tenía un pequeño taller en el patio trasero de su casa, donde fabricaban pelotas de frontón.
El negocio, con tres empleados y una producción que no rebasaba las 70 pelotas al mes, se llamó “201”, por la admiración que el doctor sentía por el mítico escuadrón de aviadores que nuestro país envió a combatir en la Segunda Guerra Mundial.
En 1952, la pelota 201 fue seleccionada como la oficial del primer Campeonato Mundial de Pelota Vasca, en San Sebastián, España, lo cual no fue una coincidencia.
México es cuna del frontenis, una derivación de la pelota vasca. Por aquel tiempo, el frontón se popularizó mucho por aquí y las pelotas de “201” se sofisticaban más que las de la competencia. Con la asesoría de expertos en hule, consiguieron mayor durabilidad y mejor rebote, volviéndolo más atractivo el juego.
A sus 12 años de edad, José Ángel le pidió permiso a su papá para ayudar a sus tres obreros, y a los 15 tomó las riendas del taller, al que no tardó en convertir en una fábrica, con cientos de empleados y productos a la venta en las principales cadenas deportivas y de autoservicio.
“201” ha sido la pelota oficial de los Mundiales de pelota vasca, desde su primera edición hasta la fecha, un reconocimiento al talento mexicano y al ingenio de José Ángel, quien me ha compartido parte de su historia sentados en la sala de su casa, desde la cual se aprecia —a través de sus amplias ventanas— un jardín con un gran árbol en el centro, cuyo grosor —me dice— sólo pueden abarcar tres adultos tomados de las manos con los brazos extendidos.