Hace unos días, en la sesión de la Academia Mexicana de la Lengua, recibimos una noticia triste y desconcertante; un compañero nuestro, miembro de número de la Academia desde hace más de 18 años, destacado siempre por su inteligencia, preparación y sentido común, anunció su decisión de dejar la institución.

El doctor Mauricio Beuchot se ha destacado durante estos casi cuatro lustros por su capacidad, su bonhomía y, sobre todo, porque siendo miembro de una orden religiosa, desempeñaba su ministerio eclesiástico en un medio en donde la mayoría de sus integrantes no son católicos practicantes.

Es un eminente filósofo, quizás uno de los más ilustres que haya en México, con un gran número de publicaciones y con una pluma privilegiada para explicarnos a los neófitos la profundidad de su pensamiento. A pesar de esta labor insigne, recibió la orden de sus superiores de retirarse de la Academia para dedicarse de tiempo completo a su ministerio sacerdotal. Vale la pena señalar que las atenciones requeridas por la Academia a sus miembros consisten en dos sesiones mensuales de una hora y media cada una; como se ve, la carga de trabajo no es agobiante.

De acuerdo con los Estatutos de la Academia, los miembros pueden pasar a la condición de retiro cuando ya no desean continuar con el puesto. Acogido a este derecho, y en cumplimiento de su voto de obediencia y de la obligación impuesta por su orden religiosa Mauricio Beuchot pidió pasar a la categoría de retiro.

La noticia cayó, como se puede suponer, como un balde de agua helada entre los demás integrantes de la corporación, quienes no alcanzaron a comprender las razones administrativas, menos las religiosas y, por supuesto, en absoluto las relativas al dogma.

Estos actos autoritarios que de manera incomprensible se mantienen en el siglo XXI nos hacen recordar a Miguel Servet ardiendo en la hoguera por afirmar que la sangre circula por el cuerpo humano; a Galileo retractándose de su descubrimiento del viaje de la Tierra alrededor del Sol; los llamados Reyes Católicos acompañados por el sádico Cardenal Cisneros, sentados bajo un dosel en alguna Plaza Mayor presidiendo los autos de fe en los que quienes no pensaban como ellos, o no creían en lo mismo en que ellos lo hacían, eran martirizados hasta la muerte.

Ojalá que este absurdo acto de autoridad no impida que los mexicanos podamos seguir disfrutando de la sabiduría, la generosidad y la caridad cristiana de Mauricio Beuchot.

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