Decía Antonio Machado, a través del inolvidable profesor Juan de Mairena, que “la verdad es siempre verdad, aunque todo el mundo diga que es mentira”. No cabe duda que el poeta español tuvo razón; a lo largo de la historia, las campañas de convencimiento para que los pueblos, o por lo menos parte de ellos, aceptaran principios que no correspondían a lo que sucedía en realidad son un ejemplo de ello.
Existieron dictadores que en su momento fueron seguidos por un gran sector de la población, quienes posteriormente se desilusionaron y terminaron oponiéndose de manera beligerante contra ellos. Napoleón III, a través de plebiscitos y referéndums manipulados, hizo que la sociedad francesa de su época confiara en que les traería paz y tranquilidad. Lo mismo pasó al inicio con Adolfo Hitler en Alemania, con José Stalin en la Unión Soviética y con Mao Tse-Tung en la China continental.
Estos fenómenos se presentan de manera indistinta con un signo ideológico u otro, pueden ser de derecha o de izquierda. Su único interés es obtener y perpetuarse en el poder; véase a Augusto Pinochet en Chile o a Chávez en Venezuela.
Los procesos son los mismos; las consecuencias, el deterioro administrativo, económico y social, por desgracia, también lo son. El punto de quiebre que demuestra el fracaso absoluto de esos liderazgos se manifiesta al enfrentarse con la realidad.
Por mayoritario que haya sido, no se puede utilizar al voto expresado en las urnas para justificar la imposición de decisiones arbitrarias sin sentido; la implementación de políticas en donde las normas jurídicas dejen de funcionar, donde las leyes económicas se violen y donde se configure una sociedad fragmentada y enfrentada entre sí.
Esperemos que la realidad obligue a quienes intentan actuar al margen de ella a tomar el camino lógico, en donde la aceptan tal y como es, que no intenten luchar contra ésta, ocultarla, y pretender que lo que no es verdad se convierta en ella.
