Creer que del bien sólo puede surgir el bien y del mal, el mal, está tan cerca del pensamiento mágico como creer que un gato negro trae mala suerte. Esa creencia, propia de los textos sagrados hinduistas, tuvo su momento dominante unos 800 años antes de Cristo. Por increíble que parezca, hoy ese supuesto religioso precristiano rige la política de “abrazos, no balazos” del presidente López Obrador para enfrentar el severo problema del crimen organizado, el cual acaba de atentar contra la vida del jefe de la policía de la Ciudad de México.

Hace ya más de un siglo, Max Weber advertía que “no es cierto que en su actividad lo bueno sólo produzca el bien y el mal el mal, sino que frecuentemente sucede lo contrario. Quien no ve esto es un niño, políticamente hablando”. En sentido contrario, en sus homilías mañaneras, una y otra vez, el Jefe del Ejecutivo sostiene que no se combate la violencia con más violencia.

En contra del efecto buscado desde que anunció en campaña una amnistía para los narcotraficantes, el presidente ha recibido una bofetada de los criminales: después de 18 meses de gobierno, su política de abrazos a los delincuentes ha logrado el año más violento de que se tenga registro y el mes con más homicidios en 20 años. Y está dispuesto a poner la otra mejilla pues la experiencia no le convence de la necesidad de cambiar de rumbo. Ni siquiera el atentado contra el jefe de la policía de la capital del país lo mueve un ápice de su fe.

¿Por qué actúa así? Negarse a utilizar la fuerza legítima del Estado en contra el mal es ponerse del lado del mal, es garantizarle su triunfo de antemano. Ni siquiera la Iglesia Católica, cuya moral exige poner la otra mejilla, se ha negado a utilizar la fuerza contra quienes consideró representantes del mal. Los Caballeros Templarios eran el ejército de El Papa para ajustar cuentas y recuperar la Tierra Santa en manos de los infieles. Los reyes europeos fueron muchas veces instrumento de las pasiones papales.

¿Será que el mal anida en el corazón del presidente? Presume de muchas cosas que no es –demócrata, liberal, juarista, humanista- y aunque ha llegado a compararse con Jesucristo tampoco es un verdadero cristiano. Su comportamiento corresponde al de un político perverso que prostituye en sus libros la palabra sagrada para construirse su propio pedestal. Sin embargo, por muy egocéntrico que sea, no puede dejar de ver, si es cierto que todas las mañanas a las seis se habla del tema de seguridad, los 48 mil 271 homicidios dolosos que acumula su gobierno, sin contar los ocurridos en junio ni el atentado contra Omar García Harfuch. A menos que, claro, no le importe en lo más mínimo.

El que decide dejar de combatir al mal debe hacerse responsable de su triunfo. Si a la mano tendida de partidos, sociedad civil, intelectuales, organizaciones empresariales, decide responder con el puño cerrado y el discurso de odio, debe hacerse responsable de los resultados. Si se niega a defender el empleo, es responsable de los 12 millones que pierden sus ingresos, del millón de empleos perdidos y de los 10 millones de caerán en la pobreza. En su cerrazón incuba su propia tragedia.

Cuando el presidente dice que secuestran a los ricos y que el delito se acabaría con una sociedad más igualitaria, está justificando el secuestro. En su lógica los pobres, ante la falta de oportunidades, se redimen mediante el crimen. ¿Puede haber mayor maldad en un corazón humano? En la visión del presidente los narcos “son pueblo” –son sus palabras- y el pueblo es bueno, aunque las circunstancias económicas lo lleven a cometer delitos. Decenas de veces ha repetido en su Palacio que el pueblo es bueno por naturaleza.

Y cuando un presidente con el poder concentrado como el de López Obrador dice que el coronavirus no es ni siquiera una influenza, está abandonando a su suerte a la población. Sus allegados responden ciegamente a la visión de su líder y así vemos cómo se manipula la información con subregistros de enfermos y decesos, con la negativa de realizar pruebas de diagnóstico, con la generación de odio hacia los ricos que “importaron la enfermedad” y con la suspensión de la Sana Distancia en mayo. ¿Quién se hará responsable por los más de 20 mil muertos de la pandemia en junio?

Las acciones de los gobernantes tienen consecuencias y deben hacerse responsables de ellas. No combatir el mal es ponerse del lado del mal. Menospreciar una pandemia es ponerse del lado de la muerte. La historia los juzgará y no los absolverá.

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