Dice un dicho popular: dime de qué presumes y te diré de qué careces. Es una manera de decir: quien se presume como ejemplo de moral, esconde su maldad. Esto que es cierto en la vida cotidiana, también lo es en política. México está viviendo un momento cumbre de crueldad gubernamental. A casi dos años de gobierno, la nueva élite del poder, ¿es capaz de sentir remordimiento por las consecuencias inhumanas de sus políticas? ¿Tiene aún la facultad de tomar conciencia de sus errores?

Dice el dicho que los que son parecidos se juntan. Es un fenómeno que puede notarse a lo largo de la historia. Los gobiernos de líderes mesiánicos han estado compuestos por fanáticos capaces de las peores atrocidades en contra de sus pueblos, con tal de sostener una mentira oficial. En 1813, John Adams, el segundo presidente de Estados Unidos, hizo una reflexión que sigue vigente: “Mientras que todas las demás ciencias han avanzado, el gobierno está estancado; apenas se le practica mejor hoy que hace 3000 o 4000 años”.

Existe una bibliografía extensa sobre los gobiernos dominados por la insensatez y la perversidad. Son gobiernos que hacen de la mentira una política de Estado y van en contra de los intereses de sus ciudadanos, es decir, en contra de las políticas públicas que pueden generar bienestar efectivo. Están dominados por una perversidad generalizada de su cúpula gobernante, producto del afán del líder de acumular poder para imponer su voluntad y su visión utópica. Esta visión muchas veces no es compartida por sus seguidores, pero se callan para mantenerse en las mieles del poder.

En el caso del gobierno del presidente López Obrador los pobres han sido las víctimas predilectas del régimen. Hay muchos ejemplos de crueldad y perversidad política -quitar la leche barata a los niños pobres, dejar sin seguridad social a 53 millones de mexicanos, abandonar a las mujeres golpeadas, desaparecer las estancias infantiles- pero ninguno ilustra mejor su naturaleza que la política empleada frente al coronavirus. Ahí se cuida, ante todo, la imagen del presidente y se reparten culpas hacia todos lados, menos hacia el gobierno y los verdaderos responsables. Los hombres malos jamás aceptan sus errores.

Por un lado, con la intención de ocultar los casos, en contra de lo que estaba haciendo todo el mundo, el gobierno decidió no realizar pruebas masivas de diagnóstico de covid. Sin importar que la pandemia se extendiera y con ella el riesgo de muerte, el objetivo sigue siendo, 63 mil decesos después, presumir un supuesto control de la pandemia. Sin embargo, México es el tercer lugar mundial en muertes y el último en pruebas por cada millón de habitantes, de acuerdo con la OCDE. En palabras crudas, se les dejó morir cuando había mecanismos para evitar ese nivel de decesos. Quizá porque la mayoría eran pobres.

Con el objetivo de presumir disponibilidad de camas en los hospitales, se optó por mandar a los enfermos a morir a sus casas. En algún momento de la pandemia, conforme a reportes periodísticos, hasta siete de cada diez muertos no pasaron por un hospital, ni por los servicios de terapia intensiva o los ventiladores.

Los pobres fueron los primeros en llenar los panteones. Al menos cuatro reportes periodísticos de medios internacionales y nacionales, publicados en distintas fechas, coinciden en tres aspectos: el 71 por ciento de los muertos tenían primaria o menos, el 46 por ciento no tenía acceso a la seguridad social y más de la mitad dependía de ingresos de la economía informal.

En el caso de su fracaso estrepitoso ante la pandemia, el gobierno ha puesto a circular una lógica peligrosamente parecida al nazismo: ha culpado a las víctimas, por gordas o diabéticas. En su carta suicida, Hitler sostuvo que la culpa de la guerra fue de los judíos y que, en consecuencia, las víctimas de la Solución Final eran en realidad los causantes de los crímenes contra la humanidad que le atribuían a los nazis.

De ahí que cuando el presidente dice que no es verdugo, en realidad, deberíamos entender lo contrario.

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