Vivimos en la sociedad del espectáculo. Todo el tiempo estamos expuestos a la mirada del otro y él a la nuestra. El reino de las redes como espacio de convivencia social, virtualiza nuestros contactos. Maquillamos el lenguaje no verbal para convertirnos en actores de un guion que se despliega erráticamente. Lo súbito de los eventos nos obliga a estar preparados en todo momento, como si tuviéramos que dormir maquillados para no ser sorprendidos a medianoche.
La pandemia aceleró un proceso que se viene desplegando desde hace un par de décadas. La comunicación con el otro, a través de las pantallas, cristalizo la idolatría de la imagen. Todavía no podemos dimensionar la profundidad con la que la humanidad se ha visto afectada por esta modernidad. La noción de la intimidad (y con ella la de la complicidad propia de la vulnerabilidad compartida) se ha visto reducida drásticamente. La identificación del riesgo vital con el contacto con el prójimo, no sólo deserotizó en alguna medida a las relaciones amorosas. También hostilizó la convivencia con nuestros lazos más frecuentes.
Aunque el narcisismo es un término de viejo cuño hoy se ha proliferado en todos los espacios de la vida social. Ninguno le es ajeno. La proliferación de liderazgos carismáticos y regímenes populistas no es casual. La política ya no es esa dialéctica entre visiones del presente y propuestas del futuro. Es cierto que el fracaso de las ideologías se debe a que sus profecías reventaron por los aires, pero también lo es que el avance de la técnica y de las ciencias nos ofreció un progreso capaz de resolver las grandes carencias humanas. La pobreza, la enfermedad, la ignorancia o la violencia eran males evitables.
Sin embargo, la imagen de líder y su discurso mágico ha venido borrando la necesidad de la cooperación social y la participación política, al tiempo que multiplica los enconos y las frustraciones. Recordemos que el narcisismo deriva de una herida del pasado que busca ser borrada con un estilo de grandiosidad. El narcisista manipula para afirmar su dominación sobre la devaluación del otro. Las verdades más evidentes son negadas por el discurso mágico del caudillo. Él siempre tiene otros datos, por más que sea desmentido por la evidencia más patente, jamás se replegara. Hoy existe toda una industria de corroboración de la veracidad de la información pública y con ello un ejercicio constante para desmentir al poder. La normalización de la propaganda es uno de los síntomas que debilita a la democracia. Baste recordar el negacionismo de Trump en Estados Unidos, o de Bolsonaro en Brasil, que pusieron en vilo a democracias maduras. Sólo la fortaleza de ciertas instituciones autónomas evitó la deriva despótica a la que convocaba el líder derrotado.
Debemos recordar que el narcisista no se responsabiliza de nada que sea malo. El daño siempre se lo hace alguien más, y siempre con la intención principal de lastimarlo. Su espacio vital es el único que es capaz de percibir y por ende sólo puede tomar conciencia de una parte muy pequeña del mundo. Por ello siempre polariza. Constantemente abre frentes de conflicto sin ton ni son. La amenaza permanente alimenta su ego. Sólo existe la historia que describe sus proezas.
Pero el narcisista puede pagar un precio muy alto. En la medida que convoca adhesiones en su favor también agrega a sus opositores. Un número muy amplio de intereses diversos y dispersos se suma simplemente por sentirse amenazado por la perpetuación del poder del caudillo. Cuando la suma de lastimados es mayor que la de beneficiados el poder y sus mitos se derrumban. Al final no hay espectáculo que dure cien años, ni público que lo aguante. Sólo así se explica la hecatombe política de Trump en el 2020.