Fernando Gómez Mont

Entre la destrucción y la reconstrucción

Fernando Gómez Mont
11/09/2024 |00:10
Fernando Gómez Mont
Autor de OpiniónVer perfil

Una sombra de incredulidad y desconcierto se cierne sobre la arena política. Aunado a la distorsión que la sobrerrepresentación significa sobre los derechos de las minorías políticas, hoy hay que sumar la cooptación y la coacción para subordinar la representación política, a las visiones y agenda del actual Presidente de la República.

Este nivel de descomposición no se da en el vacío histórico. La percepción de corrupción y frivolidad de la clase política es, sin duda, la plataforma sobre la cual se reconstruye un sistema mesiánico y carismático, que prescinde de las reglas y las prácticas institucionales para sustituirlos por las visiones y agendas del líder máximo.

Esta destrucción institucional toma ventaja de la frustración acumulada por muchísimos mexicanos que viven en situaciones de pobreza y abuso. Sin duda, el rencor y el resentimiento, junto con la legitima indignación por muchos abusos, son el caldo de cultivo sobre el cual se reconstruye un régimen político autoritario que consolida su poder a partir de la división y contradicciones existentes en la sociedad.

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La polarización política es una estrategia que ahonda y profundiza las diferencias entre los mexicanos. Cuando, por una parte, se sataniza a un grupo de mexicanos (indeterminados) como los causantes de la pobreza, la corrupción y la violencia de la gran mayoría y por la otra, se victimiza a los más vulnerables mandándoles el mensaje que ellos no pueden hacer nada para superar su postración, se abre el espacio político para concentrar el poder en favor de quien fomenta esta polarización.

Por una parte, el gobierno manda la señal a quien tiene, que sólo a él le ocupa atender a los más pobres del país, y por ende, sólo él puede aliviar el dolor que esa pobreza implica. Por otra, el mismo gobierno amenaza con el linchamiento a todo aquel que se le oponga para ofrecerlo como chivo expiatorio ante los oprimidos.  Son ellos los que, con su actitud egoísta y privilegiada, perpetúan las condiciones de desigualdad y miseria que afectan a las mayorías.  Cuando el mundo se divide entre los fifís y sus privilegios, y los chairos y sus carencias, sólo quien no se reconoce ni como fifí ni como chairo, es quien puede capitalizar las tensiones que esta división produce.

Esta expropiación de la responsabilidad social de las élites, por parte de la autoridad política, invariablemente ha servido solo para que la clase política concentre un poder, improductivo y peligroso. Urge plantear una legalidad mediante la cual se estabilice una solidaridad social, se procure una eficiencia económica y se consolide una concordia política, sobre las cuales, se reconstruya el tejido social para expulsar de sus entrañas todo acto de explotación, miseria y violencia que son inaceptables en una comunidad humana.

En México existe una gran energía que ansía transitar por vías claras, para solventar los grandes problemas nacionales. Pero esto no puede suceder en un ambiente de inseguridad y temor, en el que no exista claridad sobre cómo andar este camino.  La condena de los excesos acumulados por la indiferencia y privilegios de algunos es un primer paso para corregir el camino. Sin duda, han existido errores que no se deben de repetir. Pero lo siguiente pasa por buscar que las rectificaciones sobre los errores del pasado encuentren un espacio propicio para relanzar un proyecto de país que nos reconozca a todos.

La democracia es el camino por el cual se pueden construir las prácticas que involucren al mayor número de personas, en la solución de los grandes problemas. Sin un conjunto claro de reglas que coordinen y acompasen el esfuerzo de muchos, toda esta riqueza se dispersa y se desperdicia.

En el corto plazo, puede existir una ganancia política de quien capitaliza el resentimiento acumulado, pero a la larga el rencor no basta, ni da de comer, ni genera riqueza.  Sólo la confianza que se pueda reconstruir en la sociedad podrá superar los grandes problemas.  La historia del Populismo nos deja dos lecciones. Por una parte, éste surge del encono social y por la otra, la incapacidad de este poder para solucionar los problemas precipita su decadencia y caída. La impaciencia sobre la cual surge el populismo es la medicina amarga que condena su destino.

La destrucción institucional que hoy vivimos es como una guillotina. Alimenta el clamor de una sociedad ofendida por la desigualdad. Pero si este clamor no permite la reconstrucción del tejido social, esta guillotina se volteará contra los verdugos, y la oportunidad de la reconstrucción se perderá en el mero desahogo de la frustración.

Abogado

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