Dos recientes afirmaciones del Presidente de la República reflejan con claridad la confusión que existe en el discurso presidencial y el sistema político mexicano, respecto al régimen democrático. Ni la ley puede estar subordinada a la autoridad política o moral de ningún funcionario electo, ni puede ser respetuosa sugerencia alguna del Presidente de la República al Presidente de la Corte, para que éste interfiera en las decisiones de los órganos jurisdiccionales, distintos al pleno de la Suprema Corte de Justicia (en tanto que el funcionario judicial es parte de dicho órgano). Tales sugerencias y su atención son actos ilegales y atentatorios al sistema republicano de gobierno.
La democracia es un sistema donde la legitimidad y la legalidad conviven necesariamente. Una simplificación para ilustrar lo anterior, sería la afirmación de que aquellas personas que producen la legalidad deben ser electas por el pueblo. Como lo hemos dicho en varias ocasiones, los integrantes del Poder Legislativo y del Poder Ejecutivo sólo son legítimos en tanto que son electos. Sin embargo, no se les elige para que hagan lo que quieran sino para que se conduzcan respetando la ley. Tan es así, que no pueden ejercer los cargos para los cuales han sido electos hasta que protesten solemnemente cumplir con la Constitución y las leyes que de ella emanen. Así pues, si una ley no le gusta al Presidente de la República siempre puede utilizar los procedimientos que señala la Constitución para modificarla y así imprimir a la ley una fundamentación de legitimidad política. Si el Presidente no tiene la influencia para activar los mecanismos políticos de la reforma legal, entonces carece de la legitimidad política suficiente para cuestionar a la ley y debe de acatarla.
Ahora bien, el régimen democrático establece tres fundamentos para afirmar la legitimidad política de los funcionarios electos. En primer lugar, deben ser electos de acuerdo con principios de veracidad, integridad y equidad en los procesos electorales, es decir, debe haber certeza histórica de que su poder deriva de un respaldo mayoritario expresado en las urnas. En segundo lugar, sus decisiones no pueden atentar contra los derechos humanos fundamentales ya que ellos son para todos, es decir, para los que integran la mayoría y las minorías políticas. Si se desea redefinir a tales derechos en la Constitución se requiere un consenso político mucho mayor, y en principio una armonización con los instrumentos internacionales que contemplan estos derechos, en tanto que el país es miembro de la comunidad internacional que asume la universalidad de estos derechos. Y en tercer y último lugar, es que cuando se problematice o controvierta que las decisiones de las autoridades legítimas son contrarias a la ley o a la Constitución (que juraron respetar), sea una autoridad independiente y experta la que decida si existe o no tal desacato.
En razón de lo anterior, podemos afirmar radicalmente que en un sistema constitucional y democrático nadie tiene la autoridad para violar la ley. Sólo una revolución que pretenda cambiar el régimen constitucional puede aspirar a la legitimidad histórica necesaria para incumplir con la Constitución. La diferencia entre revolucionario y forajido es el éxito del movimiento armado. Así se infiere en el artículo 136 de nuestro texto constitucional.
Asimismo, podemos inferir que cualquier acto de las autoridades electas para dominar y subordinar la independencia de la autoridad judicial es un acto tiránico pues su propósito es subvertir la garantía democrática consistente en que las autoridades legítimas se someterán a las leyes. En este sentido, debemos recordar que cualquier acto de un poder público que tienda a violentar la independencia del Poder Judicial es causal de juicio político y, por ende, de inhabilitación para ocupar cargos públicos, y que cualquier acto del Presidente de la Corte para atentar contra la autonomía de los órganos administradores de justicia dentro del Poder Judicial también puede ser calificado como cómplice de la tiranía y causal de juicio político.
Lamentablemente la iniciativa de reforma del Poder Judicial y de otros órganos autónomos no pueden ignorar como contexto para su análisis, la afirmación de su promovente cuando dice que su autoridad política está por encima de la ley.