Vivimos en el país de la inmediatez. No importa si eres el ciudadano común que, por 500 o $1000, cede su credencial de elector, o el diputado que, por obediencia, vota por la destrucción de las instituciones sin estar de acuerdo con ello y sin medir las consecuencias, o el pueblo bueno que elige a un jefe de Estado a cambio de una cantidad mensual, sin importar que ese mismo dinero surgió de la cancelación de sus servicios de salud o educación.

La inmediatez no es más que una señal ominosa de valemadrismo y a menudo irrumpe en la cotidianidad de nuestra rutina. Ante la posibilidad de un cambio repentino de planes, poco importa lo que ello represente en el mediano o largo plazo, porque en los próximos minutos sentiremos la satisfacción de la decisión tomada, ya sea faltar a la cita formal para tomar unas cervezas, sucumbir ante la calentura de una compra onerosa no indispensable o, simplemente, ejercer el voto para cambiar el rumbo del país, a cambio del apapacho del líder moral que busca perpetuar su poder o darle rienda suelta a su incontrolable sed de venganza.

Individualmente, los mexicanos somos irresponsablemente adictos a la inmediatez. Solemos sucumbir por obediencia, o una sorpresiva oferta que cae en nuestras manos. A menudo elegimos caminar de la mano del refrán «Más vale pájaro en mano, que ciento volando».

En lo grupal, una muestra inobjetable del cortoplacismo es la actitud de la mayoría del Congreso en el actual sexenio, cuya representación busca sin descanso otorgar poderes plenipotenciarios a la misma persona que luchó denodadamente por acotarlos años atrás. Dicha colectividad está conformada por políticos que se tienen prohibido pensar en las consecuencias de sus decisiones, en tanto acaten ciegamente los designios de quien los colocó allí. Su obediencia incondicional es una de las formas más denigrantes de la inmediatez.

Como precursora del caos, la inmediatez afecta al ámbito laboral y a la vida personal. La urgencia difumina la línea entre lo verdaderamente importante y lo trivial, y pega por igual a personas de diferente cultura o condición socioeconómica. Es enemiga del pensamiento y una poderosa generadora de adrenalina. Aunque se da más por casualidad que por rutina, termina siendo altamente adictiva y las posibles consecuencias de su ejercicio no suelen percibirse más allá de la finalización de sus efectos.

Quienes se dedican a manipular conciencias de electores potenciales —en busca de obtener el voto para su candidato o partido— conocen perfectamente los pormenores de esta debilidad. Tratándose de un país donde las personas en la base de la pirámide sufren para llegar a fin de mes, la posibilidad de desplazarse a un evento político y recibir por ello una torta, un refresco y $200, resulta una oferta atractiva, pero si son 500 o $1000 a cambio de la garantía de un voto o de prestar la credencial de elector para que alguien sufrague en su lugar, se torna en una verdadera tentación, pues esa cantidad es una auténtica detonadora de la inmediatez y, ante la emoción del trueque, muy poco importa lo que la contraparte haga con el documento intercambiado.

Lejos de mostrar arrepentimiento por haber accedido a vender el uso del carné electoral, nuestro coterráneo, sin dejar de reconocer las posibles consecuencias de su acto, elegirá pensar que él, al menos, recibió dinero a cambio de su conciencia, mientras que otros sufrirán lo mismo sin haber ganado un céntimo en trueque; muestra paradójicamente irrefutable de que hay quien considera la corrupción como un signo de inteligencia.

Aun sabiendo que aceptar un trato de esta índole es ilegal y moralmente inaceptable, lejos de ocultar su participación, lo más probable es que termine invitando a sus amigos y parientes, para que, por una parte, sean copartícipes del pecado y en comunión se liberen de la penitencia y, por la otra, compartan un rato fabuloso de inmediatez.

Así, nuestro mexicano promedio le restará importancia al hecho de que, a cambio de la dádiva recibida, crecerá la corrupción, se cancelarán los servicios de salud, estará más propenso a ser víctima de la violencia o del cobro de derecho de piso o se enterará de que alguien cercano perdió sus bienes o la propia vida en manos de criminales. En otras palabras, se expone a pisotear su futuro.

«Eso no me pasará a mí» o «ya me tocaba», pensará el connacional, descartando que aquel trueque fuera una pieza más en el intrincado rompecabezas de la degradación política y social, pero, en caso de que alguien se lo explique y él lo entienda, siempre podrá responder: ¿quién sería capaz de resistirse a la tentación de recibir un quinientón?

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