Desde las manos cubiertas de pigmento en las cavernas hasta los algoritmos que crean diseños generativos, las herramientas del arte reflejan no solo avances tecnológicos, sino también los cambios en cómo entender y expresar nuestra humanidad. Cada etapa no reemplaza la anterior, sino que la enriquece, demostrando que el arte es un testimonio continuo de nuestra evolución cultural y tecnológica.
Aunque su evolución es exponencial, lo que no ha cambiado —ni cambiará— es que el arte es una manifestación humana. Aunque se valga de todo tipo de instrumentos artesanales, industriales o cibernéticos, para que la obra se considere como artística debe haber sido creada o dirigida por un ser humano. Esto descarta por completo a la inteligencia artificial (IA), ya que esta crea imágenes a partir de instrucciones textuales, pero cuyo proceso creativo depende de su base de datos, por lo que la autoría correspondería al propio programa, que a su vez sustrae conceptos de los millones de imágenes que utiliza como referencia para satisfacer la solicitud del usuario.
Recurriendo a la parte valiosa de la propia IA, le pregunté a ChatGPT la definición del arte, y esto fue lo que me respondió:
«El arte es una expresión creativa y cultural que utiliza diversos medios y formas para comunicar ideas, emociones, experiencias y conceptos, tanto personales como universales. Es un fenómeno humano que abarca una amplia variedad de disciplinas, estilos y enfoques, y cuya esencia radica en la capacidad de generar significados y provocar una respuesta sensorial, emocional o intelectual».
«Es un fenómeno humano», me responde el famoso algoritmo y no puedo estar más de acuerdo.
Ahora bien, los artistas que nos legaron sus maravillosas obras en Altamira o Lascaux, no habrían pintado igual si hubiesen desarrollado una brocha o pinceles, y Leonardo Da Vinci se habría vuelto loco de alegría si hubiese podido contar con una computadora y programas de CAD o diseño 3D. Pero fue gracias a esa lenta evolución que el esfuerzo humano nos legó obras magistrales que habrían sido imposibles de lograr por medios cibernéticos, como el techo de la Capilla Sixtina, La Gioconda o los claroscuros de Rembrandt. ¿El cubismo de Picasso habría sido el mismo si un software hubiese determinado la síntesis morfológica de sus retratos? Lo dudo. Creo que faltan generaciones para que un programa de cómputo logre interpretar la sensibilidad humana.
Con los cambios en las herramientas de trabajo, el arte pictórico evolucionó a través de los siglos y hemos visto obras magníficas de mentes que llegaron a simular a la perfección el trabajo de un ordenador, solo que sin contar con él. Así, hemos disfrutado el legado de M. C. Escher, de Victor Vasarely o del incansable mexicano Pedro Friedeberg, quienes engañaron a la vista con un talento excepcional.
Entonces, llegaron las computadoras.
Inspirados en el uso de osciloscopios y códigos capaces de crear líneas, curvas y formas geométricas a partir de instrucciones binarias, Ben Laposky en los cincuenta, y Georg Nees, Vera Molnar y Frieder Nake, entre otros, en la siguiente década, se dedicaron a investigar las posibilidades de expresión gráfica generadas por computadora. Así nació el arte digital.
Los patrones casi accidentales logrados por estos científicos, más que artistas, fueron evolucionando en formas más controladas, pero, en la medida que mejoraron los procesadores, la memoria y las tarjetas gráficas de estos equipos, también lo hicieron los programadores, que comenzaron a desarrollar algoritmos más sofisticados, generando y combinando series de operaciones que dieron lugar a sistemas L (usados en simulaciones de crecimiento) o el arte fractal, con el que se hizo famoso Benoît Mandelbrot y sus formas iterativas.
En la medida que aumentaron las variables de estos algoritmos, también lo hizo la impredecibilidad del resultado visual de la combinación, lo que genera una indudable emoción adicional al proceso creativo.
Después aparecieron algoritmos, tanto de código abierto como cerrado, con la capacidad de crear arte generativo, que se hicieron públicos con el cambio al nuevo siglo. Entre otros, destaca el programa de código abierto Processing, desarrollado por Casey Reas y Ben Fry en 2001, aunque se dice heredero de Design by Numbers, diseñado por John Maeda y el MIT Media Lab, dos años antes.
A partir de allí, surgieron creadores que le dieron un importante sitio a esta técnica en el mundo del arte. Muchos de ellos desarrollaron algoritmos para sus colecciones, mientras que otros los diseñaron con variables que, previo pago, el usuario determina para obtener un resultado impredecible. Percibo a estos sistemas como máquinas tragamonedas de arte generativo. Aquí cabe la necesaria disculpa por la omisión de decenas de nombres que han aportado técnicas y trabajos maravillosos en aras de hacer madurar esta forma de expresión, pero el espacio editorial ahorca y no da para ello.
La evolución de esta técnica permitió el salto al arte procedural, con muchas definiciones que llegan a encontrarlo similar al generativo, pero, en mi intención de separar ambas opciones a ojos del perceptor, yo concibo la diferencia en que el método generativo es bidimensional —texturas— y el procedural es tridimensional —formas. Por supuesto, ambas pueden ser mezcladas a través de la combinación de sus respectivos algoritmos.
¿Por qué estas formas de arte no han llegado a galerías y museos tradicionales o se han popularizado como otras escuelas de arte contemporáneo? Primero, respondo que sí han llegado y por miles, pero, contadas excepciones —piezas que se han subastado por millones de dólares en Sotheby’s o Christie’s, entre otras—, la inmensa mayoría, en forma de NFT’s (non fungible tokens), se exhiben en galerías virtuales ligadas íntimamente al mercado de las criptomonedas, como el bitcoin o el Ethereum, entre otras, lo que prácticamente limita el acceso a estos espacios a quienes invierten en estas monedas.
Exposición Quimera Digital
En un esfuerzo por difundir estas técnicas en México —con la venia de El Universal—, le comento que el próximo día 20 de diciembre, en la Galería Torre del Reloj, en el Parque Lincoln, en Polanco, se abrirá al público la exposición de arte Quimera Digital, donde presentaré 40 obras desarrolladas con arte generativo, procedural y tridimensional (virtual). Separadas en nueve colecciones e impresas en altísima resolución, cada una cuenta con una prueba de autor y 25 ediciones. La exposición se mantendrá abierta hasta el 30 de diciembre.
Me encantaría verlos allá.
X: @ferdebuen