Hace tiempo vi con mis hijos la película Kung Fu Panda, que resultó un éxito en taquilla y que disfruté mucho por sus mensajes positivos.

El mensaje que más me impactó fue el del diálogo entre el maestro Oogway —una tortuga sabia— y Po —el protagonista principal—, ante una serie de preocupaciones que persiguen a éste: “¿Estás preocupado por lo que fue? ¿Y lo que va a ser? —dice el maestro— Hay un dicho. El ayer es historia, el mañana es un misterio, pero el hoy es un obsequio; por eso se llama presente”.

Me parece que esta frase evidencia uno de los problemas a que nos enfrentamos actualmente: la prisa, que deriva en la pérdida gradual de la sensibilidad para vivir el instante y, con esto, la posibilidad de disfrutar con cada detalle que la vida nos pone delante: todas esas situaciones cotidianas que nos pueden dar momentos de felicidad y muchas veces pasamos por alto.

La prisa se ha vuelto un elemento común, derivado de la dinámica social en que estamos inmersos. Es cada vez más frecuente encontrarse con algún amigo o colega en el trabajo que prácticamente “no tiene tiempo para nada”. Da la impresión de que no tienen tiempo para vivir, porque la vida misma los atropella con sus prisas y su inmediatez. En lugar de privilegiar la calma y la concentración, la hiperactividad del multitask es lo que está bien visto socialmente.

La palabra “prisa” viene del latín pressa, que quiere decir “apretar”, “oprimir”, “presionar”. De manera que vivir de prisa es vivir bajo una constante presión que además de impedirnos hacer lo que nos conviene en cada momento, nos imposibilita disfrutar de cada actividad, nos anestesia de la reflexión y de la posibilidad de estar con los demás.

Nos estamos mal acostumbrando a las noticias en 280 caracteres y a las “charlas” de correo electrónico y WhatsApp. No hace mucho escuché decir a un prestigioso profesor que “con todo respeto para Twitter, tiene el gran peligro de no incentivar la reflexión”.

Y es que esta ausencia de vida reflexiva —que lamentablemente se ha ido normalizando—, es muy preocupante; pero más preocupante aún es que al final deriva en la pérdida gradual de la capacidad de estar unos con otros en un clima de convivencia real, de intercambio de ideas, anécdotas y, sobre todo, un clima donde todos se sienten escuchados y, al final, queridos. Hoy en día es común ver parejas y familias enteras que durante su tarde de domingo en el restaurante ya no se comunican entre sí más que para pedirse la sal. Ni siquiera se miran unos a otros por estar pendientes cada cual de su smartphone.

Estamos perdiendo la sensibilidad de escucharnos unos a otros, que no es otra cosa que perder la sensibilidad para querernos. La Madre Teresa de Calcuta decía que “escucharse sin mirar el reloj y sin esperar resultados nos enseña algo sobre el amor”.

No pretendo satanizar el uso de las nuevas tecnologías y sus múltiples beneficios, sino que hagamos conciencia de sus efectos secundarios porque corremos el riesgo de terminar perdiendo la capacidad de querernos, que no es otra cosa que deshumanizarnos.

Sigamos, pues, las enseñanzas del maestro Oogway: aprendamos a vivir en el presente, seamos contemplativos de los demás y de lo que ocurre a nuestro alrededor, aprovechemos el regalo diario de vivir intensamente.

Google News

TEMAS RELACIONADOS