A nadie nos es ajeno que vivimos una seria crisis en materia de seguridad pública. No hay día en que no tengamos noticia de algún hecho de violencia en el país y también son conocidos los altos índices de impunidad en lo que al castigo de los crímenes se refiere.

La nueva reforma judicial, propuesta por el Presidente pareciera endilgar esta crisis a los jueces que, si bien tienen parte de responsabilidad al respecto, no son quienes deben cargar con todo el peso de la culpa.

Como responsables de los temas de seguridad participan en cadena varios actores, entre estos el Poder Judicial, pero con un peso mucho menos importante que el Ejecutivo, que tiene a su cargo las fuerzas policiales y cuyo deber es perseguir a los delincuentes para ponerlos a disposición de otra instancia —las Fiscalías autónomas— que, en su carácter de órganos investigadores y reunidos los elementos de prueba conducentes, los acusa ante el juez.

El Poder Judicial interviene hasta el fin de la cadena. Su papel es aplicar la ley para castigar el delito y proteger a las víctimas; pero el juez no puede, con base en meras ocurrencias, definir lo que debe hacerse en cada caso concreto, sino que debe ceñirse a los elementos de prueba que le presenta la fiscalía en su carácter de acusador y, en su caso, la defensa.

De manera que la impunidad es consecuencia de una cadena de desgracias que no son imputables en exclusiva al Poder Judicial, quien es el último eslabón y no puede sino resolver con los elementos que, bien o mal recabados, se presenten a su consideración.

No pretendo deslindar a la judicatura de su responsabilidad en el problema, ni mucho menos afirmar que todos los jueces son impolutos; pero la solución del tema de seguridad y justicia no pasa en exclusiva por reformar la Constitución para cambiar unos jueces por otros nuevos, votados por la ciudadanía, lo cual conlleva otros múltiples problemas que no son materia de este análisis.

No se puede afrontar el tema de seguridad y justicia sin analizar el panorama completo. La discusión en tan delicada materia conviene que sea integral y si realmente se quiere poner remedio a la corrupción y a la impunidad debe partirse de que los jueces no son los responsables de la inseguridad ni tienen manga ancha en la impartición de justicia en el país.

Si una persona sufre en carne propia un delito en su perjuicio, poco podrán hacer los “nuevos jueces” electos si la policía no detiene a los delincuentes o, peor aún, si los fiscales no realizan investigaciones científicas que permitan integrar casos sólidos. Poco podrán hacer los jueces si los expedientes y las averiguaciones son deficientes.

Constitucionalmente, el Poder Judicial no puede suplir la negligencia y corrupción de las fiscalías, ni ser juez y parte para castigar a los delincuentes.

Endosar culpas no parece ser la solución viable y eficaz al gravísimo flagelo de la inseguridad pública y la impunidad.

La trascendencia es de tal magnitud que conviene canalizar los esfuerzos a propuestas integrales, en una política de estado que comporte la colaboración entre las diversas ramas del poder público, lo que representaría un giro de ciento ochenta grados para los justiciables.

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