El rompimiento progresivo con la humildad ontológica del ser humano y la consecuente pretensión de hacerlo dueño y poseedor incondicionado de la naturaleza ha derivado en una sobrevaloración del individuo, al grado de concebirlo legislador de sí mismo.
A partir de esta libertad absoluta y sin naturaleza, en que cada individuo se concibe a sí mismo como la única instancia legitimada para dictarse normas, con el único límite de la libertad ajena, se han generado, a mi parecer, consecuencias importantes en perjuicio de los derechos humanos y su plena vigencia en casos concretos, pues postular que la libertad de un individuo es el obstáculo de la libertad del otro deriva necesariamente en el olvido de un bien común a perseguir entre todos y esto, a su vez, deviene en que la fuerza, el poder y las mayorías se constituyan en los únicos criterios para decidir respecto de la preeminencia o legalidad de una conducta respecto de otra.
En otras palabras, esta forma de entender al ser humano nos ha llevado a percibir toda la realidad desde una perspectiva individualista, que ha ido derivando en un proceso de oscurecimiento de la dimensión social de los derechos. En la actualidad, los derechos humanos suelen abordarse desde la perspectiva de su titular, con el olvido casi por completo de los demás individuos y de la sociedad en su conjunto.
De esta concepción absoluta e individualista de la libertad invariablemente se sigue el siguiente axioma: “si todos los derechos humanos son reductibles al derecho general de libertad, solo puede gozar de ellos quien sea capaz de acreditarse como ser libre y, por ende, capaz de autonormarse”, situación que no deja de tener consecuencias preocupantes en deterioro de la vocación universal de los derechos humanos, como puede ser el hecho de que se priva de los mismos a todo aquel incapaz fácticamente de autolegislarse. Los no nacidos, los niños, los ancianos, algunas personas con discapacidad y, en general, los más débiles e indefensos son privados de derechos y a merced de los más fuertes. En suma, el axioma en cuestión conlleva admitir que hay vidas más dignas que otras o, peor aún, vidas dignas e indignas.
Coincido con una reciente reflexión del profesor José María Torralba, con motivo del debate en España por la nueva ley de eutanasia, quien señalaba la conveniencia de recuperar la noción objetiva de dignidad, entendida como valor intrínseco al ser humano, por tratarse de un sentido que hace extensiva la protección de los derechos, especialmente a los más vulnerables, pues sabernos poseedores de un valor intrínseco permite transitar de una concepción de la persona como sujeto aislado, a la de un ser dependiente de los demás, con la seguridad de que cuenta con su apoyo incondicional.
(https://www.elespanol.com/opinion/tribunas/20201017/dignidad-humana-autonomia-personal-nueva-ley-eutanasia/528817119_12.html).
El “Día de los Derechos Humanos” se celebra cada 10 de diciembre conmemorando que en esa fecha —en 1948— la Asamblea General de las Naciones Unidas aprobó la Declaración Universal de los Derechos Humanos, que ha servido de guía a muchos ordenamientos jurídicos de distintas partes del mundo y que en su preámbulo proclama la igual dignidad de todos los miembros de la familia humana, para disponer más adelante —en su primer artículo— que, atendiendo a esa igual dignidad, todos los seres humanos debemos comportarnos fraternalmente los unos con los otros.
Hoy puede ser un buen día para reflexionar sobre las consecuencias de asimilar la dignidad con la idea de autodeterminación del individuo, por encima de concebirla como ese valor inherente a todo ser humano, con independencia de sus capacidades, circunstancias o apreciaciones.
Si algo positivo nos está dejando esta pandemia es la conciencia de lo mucho que nos necesitamos unos a otros. Es innegable la importancia de hacer realidad la legítima aspiración de comportarnos fraternalmente con nuestros semejantes plasmada en la Declaración Universal de los Derechos Humanos, pero esto conlleva replantearnos la manera de entender a la persona y su dignidad.
Fernando Batista
Secretario General de la Universidad Panamericana, Campus México
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