La visión sobre los derechos humanos ha sufrido importantes cambios desde mediados del siglo pasado, como ha advertido con acierto Grégor Puppinck, director del Centro Europeo para el Derecho y la Justicia (ECLJ). Se trata de una transformación gradual que ha ido deformando la noción de dignidad humana, reduciéndola a la idea de voluntad individual. La consecuencia, expone en su libro Mi deseo es la Ley (2020), ha sido la desnaturalización de los derechos, hasta el punto que, actualmente, diversas negaciones de la naturaleza humana y de sus exigencias se encomian como una liberación y un progreso.

Este proceso de desnaturalización de los derechos humanos ha venido a romper con el planteamiento de los redactores de la Declaración Universal de los Derechos Humanos (1948), quienes tenían muy clara la igualdad de los seres humanos derivada de una idéntica dignidad como cualidad intrínseca a nuestra naturaleza. Basta con leer el comienzo del célebre documento para confirmarlo: «La libertad, la justicia y la paz en el mundo tienen por base el reconocimiento de la dignidad intrínseca y de los derechos iguales e inalienables de todos los miembros de la familia humana» (Preámbulo, 1er párrafo) y «Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos y, dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros» (Artículo I).

Parte importante de esta desnaturalización de los derechos obedece a la influencia creciente de distintas ideologías que se han ido introduciendo en el Derecho positivo de muchos países y en la jurisprudencia de tribunales nacionales e internacionales. Abandonando la idea de la objetividad y obligatoriedad universal de los derechos, fundadas en una dignidad inherente y exigente, esas ideologías se sustentan en teorías marcadamente relativistas, a partir de las cuales los derechos son llevados a la deriva. En contraste con la idea de tutela incondicionada del ser humano, que marcó la Declaración Universal luego de la catastrófica II Guerra Mundial, ya no se reconoce nada como definitivo, lo que deja inerme al ser humano, con una única medida “absoluta” (a la vez que totalmente variable): el propio yo y sus apetencias.

Lejos estamos de las aspiraciones de los redactores de la Declaración, que defendían el deber de la fraternidad universal, derivado de la conciencia de pertenecer al mismo género humano. Cada vez más los derechos han ido perdiendo no sólo objetividad, sino también su dimensión social, para entenderse desde una postura exclusivamente individualista. Esta expansión del poder de los individuos, sustentado en la voluntad individual —autonomía absoluta— asume la forma de un sinnúmero de “nuevos” derechos que no son más que deseos sin sustento objetivo. No todo deseo es un derecho.

Con la Declaración Universal de los Derechos Humanos la humanidad había conseguido la titánica tarea de ponerse de acuerdo en una ética mínima. Se tenía meridianamente claro que los derechos humanos no pueden basarse únicamente en criterios de orden utilitarista y, por lo mismo, no puede concebirse el bien común como el resultado de la suma de intereses particulares. Había acuerdo con la idea de que los seres humanos entramos en contacto personal unos con otros, y en comunidad realizamos nuestra subjetividad, a la vez que aportamos el don de nuestro propio yo a los demás. Conforme a esta concepción de la dignidad humana, encontrarse con otra persona implica descubrir que en ella hay un algo –mejor, un alguien— con un valor inconmensurable que debo respetar.

Lamentablemente, al diluirse esa idea de derechos humanos, no hemos sido capaces de escapar de los excesos del individualismo. El aborto, la eutanasia y la eugenesia eran prácticas ampliamente prohibidas en la posguerra, y ahora se les considera en muchos lugares derechos e incluso su crítica —ejerciendo la libertad de expresión— resulta algo prohibido.

En no pocas ocasiones los derechos humanos se han convertido en meros instrumentos para la realización de caprichos de algunas minorías activas, con el consecuente desprecio de la “ontonomía” de la naturaleza humana, que la Declaración señala poniendo como base la “dignidad inherente y los derechos iguales e inalienables”. La legitimidad de los actos ha ido perdiendo límites objetivos, pasándose a fundamentar todo en la voluntad exenta de quien lo realiza, donde el nihilismo ha ocupado el lugar de cualquier bien humano objetivo.

Un aspecto delicado de esta desnaturalización de los derechos es que se produce en perjuicio de los más débiles, de los que tienen menos recursos, pues en un contexto relativista, donde no hay legitimidad objetiva, no impera la tolerancia, sino la ley del más fuerte, destruyéndose esa red de contención derivada de una igual dignidad con carácter universal.

Debemos apostar nuevamente por una ética compartida y unos valores comunes, como meta posible de la razón que ordena los medios hacia un fin común. Se puede llegar a la verdad sobre la dignidad del ser humano, aunque naturalmente no se trate de algo empírico, pero para eso hace falta un clima de pluralismo abierto a la verdad de las cosas y del ser humano que, mediante el diálogo constructivo, permita ampliar los límites de la propia comprensión.

La sociedad actual necesita redescubrir su verdad más fundamental para poder superar las crisis que estamos viviendo desde hace años: la dignidad humana, el respeto incondicional y absoluto por los derechos humanos de cada persona, que es única e irrepetible. Sin esta base, algunos seguirán instrumentalizando a otros para sus propios fines, y muchos seres humanos serán usados en lugar de respetados.

Hemos de volver a aprender a mirar el sufrimiento ajeno y asumirlo como propio; aprender a vivir en un clima de fraternidad, consecuencia de redescubrir el valor inconmensurable de cada persona.

Director de la Facultad de Derecho de la Universidad Panamericana

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