Dicen que el duelo no te cambia, el duelo te revela. ¿Sabes distinguir cuando cruzas por un duelo? Pasé años, décadas incluso, transitando por duelos que jamás pensé que podrían llamarse así, pero que —al final— son, en efecto, pérdidas.
Al igual que tú, perdí relaciones, mascotas, papá, mamá, hermanos, parientes, dinero, trabajos, lugares, amistades, edades, momentos memorables y partidos. Son duelos, porque en todos existe un proceso psicológico tras las pérdidas, más o menos similar: de bajadas y subidas, de tristeza e ilusión, de cuestionamientos y reflexiones. Proceso en el que uno maldice lo que le sucedió, en el que hay un enojo hacia el entorno; incluso, en algún punto, parece que nos damos por vencidos antes de llegar la aceptación.
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La psiquiatra suiza Elisabeth Kübler-Ross dividió el duelo en cinco etapas, dentro de su libro La muerte y los moribundos (1969): negación, ira, negociación, depresión y aceptación (muchos años más tarde, el escritor español Francesc Miralles agregó un sexto punto: renovación).
Los duelos representan un proceso personal y, al final, traen madurez. Cada duelo, en cada etapa que corresponda, es diferente y tiene una duración distinta. Cada vez que entramos en este estado, de inmediato nos sentimos apagados, sin energía, con falta de control en el ánimo.
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Es inevitable vivir duelos, grandes o pequeños, dolorosos o punzantes, pero siempre incómodos y, si me apuran, cotidianos. Porque —incluso— una simple discusión con la pareja, o un intercambio de palabras fuertes en el transporte público, necesitan restituirse y resanar en nosotros mismos... Como la derrota de nuestro equipo, el video en redes sociales que muestra la intolerancia, como las estupideces que día con día vociferan los políticos de corrientes opuestas... Como la indiscutible violencia que se vive en nuestro país. Pero, en estos casos, el duelo debe ser corto. Es decir, duelos de recuperación, aprendizaje y heridas superficiales.
Hundirse en el desánimo es una opción; reaccionar y darle la vuelta, es la otra.
Una vez que nos metemos en la dinámica de los duelos y aprendemos a distinguirlos, nos damos cuenta de que debemos —en la medida de lo posible— dejar sólo pequeñeces sin resolver y evitar pendientes; de otra manera, afectarán nuestra salud mental y la capacidad para relacionarnos.
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Evidentemente, todos preferimos un camino lleno de historias que podamos controlar, pero la vida y sus tropiezos nos enseñan a perder, soltar, reiniciar y renovar.
Los duelos —en ocasiones— muestran un aparente final, pero es nuestra labor colocarlos en el lugar que les corresponde dentro del trayecto que se nos otorgó, porque el único duelo incorregible es el de nuestra muerte.
Dice el predicador Dante Gebel que hay gran diferencia entre motivo y propósito, pues mientras el motivo busca la respuesta del porqué, el propósito se encarga del para qué. Por lo mismo, los duelos no deben ser un motivo que nos cambie, sino más bien un propósito que nos revele.
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