El futbol se mira de muchas maneras en el estadio, tantas como el número de espectadores. Cada uno piensa que sabe más de y de su equipo que quien se encuentra sentado en la butaca de al lado. Dentro del estadio, durante un partido efervescente y con las tribunas llenas, dentro del contagio que inevitablemente surge en pro de la misma causa, los presentes se dividen entre los que observan y los que sienten.

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Así se vive el futbol en el Volcán, el estadio de Tigres, bautizado así por don Roberto Hernández Junior a mediados de los 90. Y es que ser parte de ese “volcán de pasiones”, al menos por un partido, contagia y sorprende, pero también afecta y transforma.

Dentro de toda esta expresión social, destaca la porra “Libres y Locos” de Tigres, que ocupa un lugar específico, detrás de una portería, cerca de la esquina. Esta barra viajera fue sancionada por hacerse presente en León. Su castigo: un partido de local contra Puebla, en repechaje. Esa noche de mayo, el ambiente en el Volcán se sintió tibio y desganado sin ellos, su lugar fue ocupado por niños. El contagio por la ausencia de su grupo de animación impactó al propio equipo, que pírricamente ganó 1-0. Un par de semanas más tarde, llegó el clásico norteño.

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En esta ocasión, los que observan acudieron para celebrar la victoria de su equipo, mientras aquellos que sienten, fueron a ver jugar a su equipo. Más allá del resultado, una combinación altamente ruidosa: “¡Mi buen amigo... Fuerza... Garra y corazón... Dale!”. Cuatro enormes mantas que colgaban del piso más alto recibieron a los Tigres, junto con un mosaico azul y amarillo.

Sí, probablemente el Volcán es vetusto y obsoleto, incómodo y desgastado, pero con el sabor único de aquellos recintos en los que se reviven de inmediato recuerdos de hace 30 días o de hace 30 años. Su acérrimo rival tiene el estadio más moderno, mientras que ellos no han podido cambiar de carrocería. Y aunque la onerosa batalla dentro de la ciudad impide ubicar a uno de estos equipos como “del pueblo”, lo cierto es que mientras Tigres permanezca en el Volcán, sin quererlo, continuará siendo un atractivo mayor para la clase obrera regiomontana.

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Sí, porque en este fenómeno encapsulado y orgulloso de vivir en Monterrey, de ser Tigre o Rayado, de festejar o ser bulleado, las clases sociales se funden dentro de los colores.

Cada uno de nosotros atiende a su manera el futbol en el estadio, con la emotividad de lo angustioso y lo placentero, para observar o para sentir, pero sin duda, la experiencia del Volcán de Tigres, en San Nicolás de los Garza, es tan auténtica que resulta imposible no contagiarse.

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