Una de las preguntas más importantes para toda sociedad política es la relativa a qué es una Constitución. Una idea inicial de la respuesta a esta cuestión la aporta nada menos que la Declaración francesa de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789, cuyo célebre artículo 16 dice: “Una sociedad en la que no esté establecida la garantía de los derechos, ni determinada la separación de los poderes, carece de Constitución”.

Desde esa referencia histórica, esos dos segmentos, inseparables, complementarios, y en permanente relación, identifican a una Constitución: los derechos individuales, que conforman la parte dogmática, y la separación de poderes, que instituye la parte orgánica de toda Carta Magna. Ya sea que se trate de una Constitución escrita (como la nuestra) o no escrita (como en el caso inglés).

A partir de ahí, podemos aclarar que la Constitución no es un libro. O no es solamente un libro. Una Constitución no se reduce a un texto donde encontremos todas las normas, todas las respuestas exactamente aplicables a todas las situaciones sociales. La Constitución es el punto de partida de un ordenamiento frondoso, conformado por un extenso sistema jurídico.

La Constitución es, ante todo, contenido y no continente. Confundirlos sería como afirmar que un río es su cauce y no el agua que fluye por él.

Al hablar de Constitución, debemos reconocer que es “algo” con un contenido mínimo, moldeado por la historia política, la cultura, los pactos, los objetivos económicos, nuestros valores sociales compartidos como nación, nuestra ruta para la convivencia común.

Ninguna de estas características es ajena a la nuestra: la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, que actualmente nos rige. Nuestra Carta Magna data de 1917 y actualmente tiene más de 700 reformas a lo largo de más de 100 años de historia.

La Constitución contiene ese conjunto esencial de derechos inherentes a las personas, que pueden oponerse tanto frente al Estado como frente a otros individuos. Estos derechos giran en torno a una idea de dignidad humana, e incluyen no solo derechos individuales, sino también los políticos, sociales y colectivos; de todos, tanto de las mayorías como de las minorías.

La Constitución sigue enarbolando la clásica separación de los poderes en tres: Legislativo, Ejecutivo y Judicial. Pero provee de bases para regular poderes no políticos, como el económico, el religioso, el militar, el mediático, y múltiples más, en un sentido de coordinarlos y delimitarlos, especialmente frente a los derechos humanos.

Una Constitución debe establecer las bases para que las decisiones políticas residan en la ciudadanía, definiendo el sistema de partidos, el proceso electoral y cómo los votos deben traducirse en cargos públicos.

Al ser la norma suprema, la Constitución instaura sus propios mecanismos de defensa, que permitan no sólo el respeto a su supremacía, sino la garantía de que sus contenidos en materia de derechos o de competencias entre poderes por ella instituidos, serán respetados. Mayormente, esos mecanismos de defensa se confieren a los tribunales, así como a órganos no jurisdiccionales, que llevan a cabo labores de resolución de controversias.

La misma Constitución rige sus propios procesos de reforma o modificación. Debe poder adaptarse a los cambios a través del tiempo mediante un mecanismo de renovación. Su uso permite no sólo que pueda ajustarse a los tiempos, sino refrendar los pactos políticos de las generaciones del presente, con miras al futuro. Actualmente, por ejemplo, los actores de nuestro sistema político mantienen un proceso de revisión que la ha llevado a modificarse de modo especialmente dinámico.

La confusión entre contenido y continente ha llevado a pensar en la Constitución como un libro que alberga todos los asuntos políticos y jurídicos de una sociedad. Sin embargo, la realidad es más compleja. El contenido constitucional puede encontrarse en otros muchos y diversos documentos: tratados internacionales, leyes, reglamentos, e incluso las sentencias de tribunales nacionales o internacionales.

Por eso, la Constitución no es un libro. Ese es solo un punto de partida, bases en permanente construcción, enriquecimiento y evolución, cuyo fin inamovible, en el fondo, son la garantía de nuestros derechos y de nuestra democracia.

Magistrado Electoral del TEPJF

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