Este año, ningún tema ha sido más debatido entre actores políticos, ciudadanía y opinión pública que la reforma judicial. El aspecto central de esta reforma es la elección popular de las personas juzgadoras de todos los niveles en los poderes judiciales, tanto federal como locales.

En lo personal, he expresado que la elección popular de la judicatura no es una buena idea. En diversos medios de comunicación, he planteado interrogantes sobre las implicaciones y alcances jurídicos de las elecciones judiciales. He afirmado que las reglas aprobadas presentan múltiples complejidades para la realización de comicios que elijan a los integrantes de los órganos jurisdiccionales.

Estos cuestionamientos reflejan mi posición personal como académico y ciudadano preocupado por la racionalidad del Derecho y las características del Poder Judicial. Sin embargo, en Derecho prevalecen las normas vigentes, es decir, las elaboradas por los órganos constitucionalmente habilitados para ello. Ninguna opinión personal tiene ni puede tener la relevancia jurídica de la máxima norma del país: la Constitución.

Hoy, el Poder Judicial mexicano se encuentra en transición. Su institucionalidad solo puede explicarse en términos del Derecho positivo, es decir, con las reglas establecidas por la Constitución. A los juristas y operadores nos corresponde dotar de explicaciones y contenido a estas nuevas disposiciones, en el sentido más óptimo posible. En la práctica, esto se traduce en dotarlas de eficacia, ya que, como digo y repito en clase a mis alumnas y alumnos: "la ley tiene que ser más inteligente que el legislador".

Por otra parte, hay que reconocer que no toda la reforma judicial está llena de errores o malas ideas. De hecho, en ella se encuentra inmerso un sentido social que ha sido ignorado por décadas y que ahora deberá ser tomado en cuenta por todas las autoridades.

En este contexto, ¿cuáles pueden ser los alicientes o elementos positivos de la reforma judicial?

La reforma judicial cuenta con un amplio respaldo de la sociedad mexicana, al haber sido aprobada por representantes electos que forman parte del órgano competente para modificar la Ley fundamental. En este sentido, cuenta con una notable legitimidad política y social.

Así, la transición del modelo anterior al actual tiene un apoyo social difícilmente objetable. Previsiblemente, un sector mayoritario de justiciables reconocerá a los nuevos juzgadores como titulares de órganos de justicia que cuentan con la autoridad moral para resolver las controversias jurídicas.

En otras palabras, una de las ventajas del origen democrático de los jueces será la percepción ciudadana de que tienen legitimidad de origen para impartir justicia. Esto quizás haga que, por primera vez en la historia del país, exista una identificación real entre la ciudadanía y sus poderes judiciales.

Desde luego, todas las autoridades de los poderes judiciales electos estarán bajo el escrutinio de su otra legitimidad: la que demuestren en el ejercicio independiente del cargo, al emitir sus sentencias. Esta aún no puede ser valorada en sus justos términos, hasta que podamos analizar su desempeño práctico.

Parecería razonable que un Poder Judicial electo popularmente tenga proclividad hacia una tutela que prepondere los derechos de alto contenido social. Concretamente, se esperaría que sea sensible con los grupos en situación de desventaja o minusvaloración histórica. Así, este Poder Judicial podría privilegiar los derechos de los más desfavorecidos o excluidos en una sociedad mexicana que no los ha incorporado efectivamente en su cultura o dinámica cotidiana.

Me refiero a grupos y comunidades indígenas, personas en situación de vulnerabilidad económica, personas adultas mayores, personas de la diversidad sexual, niños, niñas y adolescentes, personas migrantes, personas con discapacidad y, por supuesto, las mujeres, adultas o menores de edad. Todos ellos y todas ellas merecen un sistema de justicia que les proteja y garantice sus derechos.

En este sentido, la administración de justicia podría erigirse como una impartición de justicia con un amplio sentido social y comunitario, que coloque en el centro de sus decisiones la igualdad sustantiva entre las personas.

Este enfoque no tiene por qué ir en detrimento de los derechos individuales. La oportunidad histórica del Poder Judicial radica en mantener equilibrios adecuados, que permitan una concientización que busque satisfacer los derechos de todas las personas, con una alta vocación igualitaria.

Un aspecto fundamental es que, al emitir sentencias en los nuevos poderes judiciales, quizá los jueces se identifiquen con la sociedad y, en consecuencia, los problemas de la ciudadanía sean resueltos y no que los problemas de los jueces sean los que padezca la ciudadanía, especialmente la prevalencia de su estadística judicial.

Me explico: la verdadera democratización del Poder Judicial implica que los jueces se comprometan con los problemas de las personas, viendo su rostro humano, y al hacerlo, traten de impartir justicia y no simplemente administrarla. De esta manera, se resolverán de fondo las controversias que actualmente se alargan indefinidamente con resoluciones que solo cumplen con formalidades.

México es un país importante. Y, sus problemas, nunca serán más grandes que él. Así seguirá siendo más allá de si esta reforma judicial, que lamentablemente desaparece la carrera judicial, nos parece una mala idea a algunos.

A quienes ejercemos la función de impartición de justicia nos queda claro que nuestras preferencias particulares no pueden sustituir a las voluntades representativas que han llevado a incorporar este sistema en la norma fundamental de nuestra convivencia: la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos.

La elección popular de jueces y juezas puede no ser la mejor idea, pero actualmente está consagrada en la Constitución. Aplicarla y hacerla operativa es un deber de las autoridades que estamos llamadas a cumplirla. Y es nuestro deber hacerlo con ética, templanza y responsabilidad, para que la norma siga conduciendo los destinos de la sociedad y de la democracia mexicana.

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