“Sin la incertidumbre, Keynes es algo así como Hamlet sin el Príncipe” (Hyman P. Minsky, Las razones de Keynes, FCE, México, p. 67).
Si concebimos al capitalismo como un sistema económico que sigue una trayectoria cíclica, podemos asumir que durante la fase depresiva una incertidumbre fundamental toma el sitio protagónico. En esas estamos por todo el planeta y los fundamentos para hacer previsiones son, por decirlo con indulgencia, notablemente débiles.
Entre las peculiaridades del proceso de aprobación del Presupuesto Federal mexicano, destaca la camisa de fuerza que representa la inicial emisión de la Ley de Ingresos, por parte del Congreso de la Unión y, después, la aprobación del Presupuesto, por parte de la Cámara de Diputados. Este orden de aparición va en sentido opuesto a lo propuesto por Adam Smith en el libro V de La riqueza de las naciones, y también en dirección opuesta al sentido común; colocamos a la carreta delante de los bueyes al establecer, primero, cuánto ingreso habrá y, segundo, para qué nos alcanza.
Otra peculiaridad, igual de inquietante, es que, mientras la economía nacional (especialmente las exportaciones) se despetroliza, el gasto público se encuentra atado a aquellos veneros que, según el poeta, nos escrituró Mefistófeles; las altas obligaciones sociales del Estado, se financian desproporcionadamente con el producto de la venta de un recurso natural que, para acabarla de acabar, no es renovable.
Este segundo asunto obliga a hacer cálculos (es un decir) a la Secretaría de Hacienda y Crédito Público que a no pocos economistas les han parecido muy optimistas y a otros nos parecen increíbles. El ejercicio comienza en suponer un precio promedio del barril de petróleo crudo, a nivel internacional; la volatilidad de ese precio –en el que durante la pandemia y en el 2020 viajó de centavos a muchas decenas de dólares- convierte a cualquier cálculo en ocurrencia.
El segundo cálculo está referido a la producción petrolera diaria de nuestra sobre ordeñada plataforma petrolera; ahí sí es visible un pecado de optimismo cuando se rebasa en alrededor de 200 mil barriles diarios la producción actual. El escenario que produce un desencuentro entre los cálculos y la realidad es el dilema entre el déficit fiscal y su financiamiento vía deuda, de un lado, y, de otro, la más austera que republicana tijera aplicada sobre programas no prioritarios, ya sabemos para quién.
Ante tanta calamidad, lo más conveniente para las finanzas públicas sería la propuesta de una reforma fiscal radicalmente progresiva; nada modera tanto la desigualdad –que aquí nos asfixia- que el impuesto sobre la renta. En un país lleno de necesidades y de pobres, esa reforma no admite más posposición.