“El populismo es la única ideología ascendente del siglo XXI” (Pierre Rosanvallon (2021), El siglo del populismo. Historia, teoría, crítica, Manantial, Buenos Aires.
En el análisis de procesos políticos con profundas implicaciones socio económicas, la comprensión, o su intento, debe anteceder a la indignación o al elogio; el carácter binario del populismo (el pueblo y la élite) tiene contornos mucho menos definidos que el del marxismo (el capital y el trabajo) y cobija, del lado del pueblo, a intereses diversos y eventualmente excluyentes; entre muchas otras, esta es la razón que explica la representación popular en un líder carismático e intolerante.
El origen del populismo, curiosamente, se ubica en la Rusia zarista del siglo XIX, con los narodniki, estudiantes universitarios interesados en involucrarse en el espacio rural para conocer y apoyar las aspiraciones del pueblo; también tuvo su origen en otro impensable sitio, en el Partido del Pueblo de los Estados Unidos. Su emergencia, de derecha e izquierda, en nuestro siglo se explica por la mecánica de la globalización que, en palabras de Branko Milanovic ha consistido en intercambiar buenos empleos por mercancías abundantes y baratas, especialmente en el capitalismo maduro. A escala planetaria es la victoria de un capital con total movilidad frente a un trabajo que no la tiene y que, por ello, acepta menores remuneraciones o pierde el empleo.
Un sistema que con las dificultades que enfrenta nuestra especie, cambio climático, pandemia, inflación, guerra y un severo desencuentro y una competencia en todos
los ámbitos entre China y sus aliados (Rusia, Corea del Norte, Irán y algunos, pocos, otros) y los Estados Unidos de América y el resto de occidente, en momentos en los que las grandes amenazas requieren cooperación entre los principales actores del planeta.
En obras de gran relevancia como El 18 brumario de Luis Bonaparte, de Carlos Marx o El diálogo en el infierno entre Maquiavelo y Montesquieu, de Maurice Joly, se ilustra la forma en la que, por medios democráticos, se puede alcanzar un poder que pervierte a la propia democracia. Para el caso de Napoleón III se le llamó bonapartismo o cesarismo (ya que compartía con su tío una gran admiración por Julio César, sobre él y ambos, cada uno en su momento, escribieron la biografía correspondiente).
En el caso mexicano, el nada nuevo desamor por una institucionalidad que en muy buena medida nació al calor del neoliberalismo y que es más que evidente en la estridencia presidencial, se interpreta como un cesarismo a la mexicana, cuyo saldo más visible es la judicialización de la vida política nacional que adelgaza notablemente la, de suyo anémica, calidad del debate político en el país.
Si se mira con atención, el cesarismo solo puede prosperar en lugares donde el líder puede conservar el poder, por la vía electoral. Para más bien que mal, no es el caso de México; con un agregado particularmente interesante: los emblemas del neoliberalismo: autonomía del Banco Central, tope salarial y apertura indiscriminada gozan de cabal salud en nuestro país, aunque el líder crea que lo emblemático de esa desgracia es la corrupción. Parece que nadie le ha informado que neoliberalismo y corrupción siguen vivitos y coleando. La verdadera transformación es que el PRI del presidencialismo, hoy se llama Morena.