“Una ley no hará que el hombre blanco me ame, pero sí le impedirá matarme” (Martin Luther King).
La excesiva, y fallida, confianza del Doctor King en las leyes estuvo en el centro de los sucesos de los años sesenta que, para mi sorpresa, han sido evocados desde muy diversos frentes en fechas recientísimas. El pasado 28 de agosto, el pequeño gigante Robert Reich recordó que en esa fecha cumplió 60 años de haber sido pronunciado el célebre discurso Tengo un sueño, del mismo Doctor King, que tanto nos conmovió en 1963.
Esta semana, en Letras Libres, Branko Milanovic examina los efectos en Occidente y en Oriente de las rebeliones estudiantiles sesentayocheras, aunque confiesa conocer muy poco –si algo- el caso de esos efectos en el mundo no desarrollado. Su examen arriba a la singular conclusión consistente en que aquellas importantes movilizaciones acabaron originando un mundo mucho más hospitalario que el anterior para… el capitalismo; los países satélites de la URSS contaban con todas las fuerzas políticas, ideológicas y organizativas, para enfrentar una embestida desde la derecha, pero no desde la izquierda. Circunstancia que apresuró el paso del socialismo, de “ese” socialismo, al anarco capitalismo ruso de los años noventa del siglo XX.
Declara Milanovic: “La revolución me pilló en los años formativos del instituto. Todos los acontecimientos que suceden a esa edad, aunque no sean revolucionarios, tienen un impacto en la vida posterior de las personas. Mucho más si son revolucionarios […] ¿qué consiguió? Redujo la distancia entre ricos
y pobres, un logro enorme; liberó el sexo y mejoró la posición social de la mujer de un modo que condujo a la actual aceptación de la igualdad de género y de todas las preferencias sexuales entre las élites liberales; garantizó derechos cívicos iguales o similares para la población negra en Estados Unidos” (Pensando la revolución (del 68), Letras Libres, 1/09/2023).
El que en esas luchas se ubicara como el enemigo evidente al Estado, pavimentó una extraña cercanía entre las poco desarrolladas políticas neoliberales y la rebeldía estudiantil. Además del anti estatismo tradicional del capital privado, permanentemente enemistado con regulaciones e impuestos, se percibió a la burocracia como la más peligrosa enemiga de la libertad para elegir, desde la educación hasta la obligatoria descripción de las características de bebidas y alimentos en sus envases. Desde los sesenta, ya nada fue igual.
“Al fin y al cabo, 1968 marcó el fin de la época del general De Gaulle en Francia, de la época de los presidentes demócratas en los Estados Unidos, de las esperanzas de los comunistas liberales en el comunismo centroeuropeo y (mediante los silenciosos efectos posteriores de la matanza estudiantil de Tlatelolco) el principio de una nueva época de la política mexicana” (Eric Hobsbawm, 1998, Historia del siglo XX, Crítica, Buenos Aires, p. 301).
En la justificación de sus más audaces aventuras amorosas, Tony Judt empleaba una frase incontestable: “Lo he podido hacer porque soy de los sesentas”. Aquí entre nos, yo también